En momentos de pánico, es indiferente que el activo de un banco consista en letras a corto plazo o en préstamos hipotecarios. Si el banco necesita inmediatamente grandes sumas de dinero, únicamente podrá procurárselas liquidando sus activos; y si el público acude a sus ventanillas demandando la conversión de sus billetes o la retirada de sus depósitos, tan inútiles serán las letras para cuyo vencimiento faltan solo 30 días como las hipotecas irrescatables en muchos años. En estos momentos, lo único que importa es la mayor o menor negociabilidad de los activos (p. 333).
Por consiguiente, nuestro argumento es radicalmente distinto al de Mises: mientras que el austriaco sostiene que los activos que respaldan a los medios fiduciarios son irrelevantes y que el único factor que garantiza la supervivencia de esos medios fiduciarios —y, por tanto, su aptitud para satisfacer la demanda de dinero— es su universal consideración como bienes presentes (apuntalada por una cierta limitación cuantitativa de los mismos que evita su liquidación generalizada), nuestro argumento es que la supervivencia de los pasivos financieros líquidos —y, por tanto, su aptitud para satisfacer la demanda de dinero— depende crucialmente de aquellos otros activos líquidos que los respaldan. Frente a la limitación cuantitativa de la emisión de medios fiduciarios que propugna Mises, nuestra explicación se fundamenta más bien en una limitación cualitativa de la emisión de pasivos financieros.
Y es que los activos que colateralizan a un pasivo financiero son críticos para explicar su liquidez y, por tanto, su capacidad sostenida para circular de mano en mano sin descuento. El propio Mises define a los medios fiduciarios como títulos seguros e inmediatamente convertibles en dinero aun sin estar completamente respaldados por dinero. Pero, ¿de dónde deriva semejante seguridad en su conversión en dinero? ¿Por qué los agentes económicos consideran que los medios fiduciarios, pese a no estar 100% respaldados por dinero, son inmediatamente convertibles en dinero con absoluta seguridad? Si fuera cierto que los medios fiduciarios solo mantienen su liquidez por el mero hecho de que no se alcance un umbral crítico de peticiones de reembolso, entonces habría una tendencia natural a que nuestras economías sufrieran regularmente pánicos bancarios que dificultarían por entero la circulación de los medios fiduciarios: un aumento relevante del número de peticiones de amortización de los medios fiduciarios —aunque tuviera un origen estocástico— engendraría crecimientos autoalimentados en la cuantía de esas peticiones por el creciente riesgo de impago que representarían; y ese aumento sucesivo de reembolsos provocaría, a modo de profecía autocumplida, el propio impago de los medios fiduciarios (Diamond and Dybvig 1983).
Sin embargo, y a diferencia de lo que señala Mises, el tipo de activos que respaldan a los pasivos financieros sí es crucial para explicar su liquidez, esto es, su habilidad para ser amortizados a petición del acreedor incluso en medio de una petición generalizada de reembolsos. A la postre, los activos que hemos definido como activos líquidos (dinero, mercancías con alta elasticidad de demanda y derechos de cobro a corto plazo respaldados o por dinero o por mercancías con alta elasticidad de demanda) permiten efectuar una gestión del balance bancario dirigido a maximizar las probabilidad de repago de su pasivo.
Recuperemos nuestro balance anterior, suponiendo que se trata del único banco de la economía y que contiene en sus reservas todo el dinero existente. Así pues, el banco estará obligado a abonar 1.000 onzas de oro a sus acreedores, pero solo poseerá 100 onzas de oro con las que atender los primeros pagos. ¿Le servirá de algo que sus otros activos sean derechos de cobro a corto plazo así como inventarios de mercancías líquidas (los bancos no poseen habitualmente tales inventarios de mercancías, pero hacemos tal suposición para ilustrar las dinámicas generales de la liquidez de las deudas a corto plazo)?
Un banco que se enfrente a esta reclamación generalizada de pagos tendrá tres opciones. Primero, la más sencilla: usar sus reservas de oro para pagar. Segundo, vender su inventario de mercancías a sus propios acreedores: si la demanda de esas mercancías es suficientemente elástica, los acreedores estarán dispuesto a adquirirlas a cambio de sus derechos de cobro a corto plazo contra el banco, esto es, el banco recompraría su propia deuda liquidando sus mercancías. Y tercero, ejecutar sus derechos de cobro a corto plazo (los cuales, al no haber más oro en la economía, necesariamente serán derechos de cobro amortizables en sus propios pasivos y, por tanto, derechos de cobro contra sus acreedores): en tal caso, el banco reclamará inversamente el pago a sus acreedores, abocando así a la compensación de sus créditos y sus débitos. Si ésa fuera la (idílica) situación patrimonial del banco, por definición no podría enfrentarse a problemas de liquidez aun cuando todos sus acreedores le pidieran inmediatamente el pago de sus pasivos: por alguno de los tres canales descritos (o por los tres canales a la vez), sus propios pasivos serían amortizados refluyendo al emisor. Lo que aseguraría la liquidez de los pasivos financieros del banco sería la liquidez de sus activos.
A la hora de la verdad, sin embargo, la situación de liquidez de un banco nunca es tan idílica como la anterior (aunque pueda aproximarse). Por un lado, los derechos de cobro a corto plazo no tienen por qué ser a la vista (de modo que necesita esperar un cierto tiempo antes de poder exigir su cobro a parte de sus acreedores) y las mercancías no suelen ser infinitamente elásticas, lo que significa que se requiere de un cierto tiempo para poder venderlas a un precio estable. Así pues, en esta situación no idílica, el banco cuenta con dos alternativas: o bien liquida inmediatamente sus derechos de cobro y sus mercancías aun aceptando un sacrificio en su precio o bien renegocia con sus acreedores un aplazamiento en el momento del pago a cambio de recompensarles por la espera (por ejemplo, abonándoles un determinado interés en función del tiempo de espera). Es decir, cuando los bancos cuentan con activos líquidos —aunque no sean perfectamente líquidos— la presión liquidadora de sus acreedores les provocará pérdidas, ya sea por el lado de su activo (enajenación costosa de sus activos) o por el lado de su pasivo (refinanciación costosa de sus pasivos): y es para poder hacer frente a tales pérdidas por lo que los bancos mantienen un colchón de fondos propios contra el que compensar semejantes quebrantos. A mayor peso de sus fondos propios, mayores pérdidas por liquidación o por refinanciación podrán absorber los bancos y, por tanto, más líquidos serán sus pasivos a corto plazo.
Por ejemplo, supongamos que el banco es capaz de liquidar sus derechos de cobro a corto plazo (con un valor facial de 600 onzas de oro) a cambio de 500 onzas de oro y, asimismo, también puede enajenar sus mercancías (con un valor contable de 300 onzas de oro) por 250 onzas. En tal caso, el banco recomprará sus propios pasivos por valor de 750 onzas de oro, pudiendo pagar los restantes pasivos por valor de 100 onzas de oro con sus reservas de tesorería. Por consiguiente, sus pasivos financieros serían amortizados sin mayores contratiempos para sus acreedores. Pero, eso sí, la mala planificación financiera del banco, y la necesidad de liquidar a pérdida parte de su activo, le generaría un quebranto patrimonial de 150 onzas de oro que, en este ejemplo, podrían ser absorbidas por sus fondos propios.
En definitiva, no es verdad que, tal como afirma Mises, los bancos se hallen completamente desarmados ante una petición generalizada de reembolsos sobre sus pasivos a corto plazo: con activos líquidos complementados con un cierto volumen de fondos propios, el banco puede hacer frente a tales peticiones generales de pago. Y tampoco es cierto, en sentido contrario, que los bancos se hallen igual de bien armados para hacer frente a una petición generalizada de reembolsos con independencia de la composición de su activo. Si en lugar de poseer derechos de cobro a corto plazo, el banco únicamente contara en su activo con hipotecas de alto riesgo, el coste de liquidarlas o de negociar un aplazamiento de sus pasivos sería muy superior y difícilmente absorbible por sus fondos propios (salvo que el grado de apalancamiento, y por tanto de provisión de pasivos a corto plazo por parte del banco, fuera exiguo).
Por tanto, la liquidez de los medios fiduciarios (y de los pasivos a corto plazo en general) no se garantiza a través de una especie de hipnosis colectiva combinada con una cierta limitación cuantitativa (tal como pensaba Mises), sino con una cartera de activos lo suficientemente líquida como para posibilitar en todo momento su amortización, esto es, con una limitación cualitativa de los medios fiduciarios (y de los pasivos a corto plazo en general).
3.6. La oferta de los activos financieros líquidos se adapta óptimamente a su demanda
Llegados a este punto, empero, sigue subsistiendo la segunda cuestión que preocupaba a Mises: ¿la oferta de esos activos financieros capaces de satisfacer la demanda de dinero se ajustará continuamente a la evolución de esa demanda? ¿O, por el contrario, podría suceder que la oferta de activos financieros fuera ora deficiente ora excesiva en relación con su demanda?
Empecemos reflexionando sobre si la oferta de activos financieros líquidos puede llegar a ser deficiente en relación con la demanda de liquidez, esto es, si en determinados contextos podría no haber suficientes agentes económicos con suficiente buen colateral como para emitir tantos pasivos financieros líquidos como fueran demandados por el resto de agentes económicos. En principio, podría parecer que se trata de una cuestión trivial, pues cabe suponer que mientras haya agentes con capacidad de financiación, también habrá agentes que necesiten financiación: por consiguiente, si hay agentes que desean adquirir pasivos financieros de terceros, habrá otros agentes dispuestos a emitir esos pasivos financieros. Pero la realidad dista de ser ésa. Como ya hemos visto, la demanda de dinero es una demanda por activos financieros altamente líquidos y no cualquier activo financiero cumple con semejantes características: por tanto, es perfectamente posible que haya insuficientes activos financieros líquidos en relación con su demanda. Es verdad que los acreedores podrían compensar la menor liquidez de algunos activos financieros aplicando un mayor descuento a los activos financieros ilíquidos, pero ese mayor descuento (ese mayor tipo de interés) podría desincentivar que los deudores estuvieran interesado en endeudarse a un coste financiero tan elevado y, por tanto, podría desincentivarles a emitir tales pasivos financieros.
Por ejemplo, imaginemos que los pagarés empresariales a un mes son altamente líquidos en opinión de los inversores, pero supongamos a su vez que su oferta es insuficiente para abastecer la demanda de liquidez de esos inversores. En tal caso, los inversores canalizarán su restante demanda de liquidez hacia, verbigracia, la deuda empresarial a un año. Pero si la deuda empresarial a un año no es reputada como suficientemente líquida por los inversores, entonces exigirán adquirirla a un descuento elevado: pongamos que si el valor fácil de la deuda empresarial es 100 um, se niegan a adquirirla por más de 90 um. El tipo de interés implícito en esta operación es del 11% anual: o dicho de otra manera, a menos que las empresas sean capaces de ejecutar inversiones con una rentabilidad anual superior al 11% anual, se negarán a emitir tales pasivos financieros, generándose una insuficiencia de los mismos para satisfacer la demanda de liquidez de los inversores. Por consiguiente, sí es pertinente plantearse si el sistema financiero es capaz de generar suficiente pasivos financieros como para abastecer la demanda de liquidez de los agentes económicos.
La pregunta de si habrá suficientes pasivos financieros para satisfacer la demanda de liquidez de los agentes económicos puede descomponerse, pues, en dos cuestiones: 1) ¿cuentan los agentes económicos con capacidad para generar nuevos pasivos financieros líquidos? y 2) ¿tienen los agentes económicos la voluntad de generar esos nuevos pasivos financieros líquidos?
En cuanto a la capacidad, estadependerá del colateral del que dispongan sus potenciales emisores: si el emisor de pasivos financieros cuenta con suficientes mercancías líquidas (y, en su caso, atesorables), entonces sí podrá crear nuevos pasivos financieros líquidos (esto es, pasivos financieros cuyo repago está garantizado por tales mercancías con una demanda muy elástica); si, en cambio, no dispone de ellas, deberá empezar a producirlas tan rápido como le resulte posible para así obtener el colateral que necesita para emitir esos pasivos financieros líquidos (Rueff 1964, pp. 180-215). O dicho de otra manera, modificando la estructura productiva de la economía —destinando más factores productivos a la fabricación de mercancías líquidas y, en su caso, atesorables—, los agentes económicos pueden lograr los recursos necesarios para crear cuantos activos financieros líquidos deseen (Holmström y Tirole, pp. 85-86). En ocasiones, solo será necesario hacer un uso más intensivo de los factores productivos disponibles (por ejemplo, aumentar las horas de trabajo de los trabajadores empleados o de los parados en la fabricación de mercancías con una demanda altamente elástica); en otras, puede requerir de una modificación amplia —y lenta— de la estructura productiva (por ejemplo, desinvertir en la industria de bienes de capital e invertir en la de bienes de consumo [Hülsmann 2009]). Este es el motivo, por cierto, por el que Mises se equivocaba al afirmar que no es posible que el conjunto de una economía pueda incrementar las emisiones de medios fiduciarios al tiempo que preserva su liquidez agregada: si los emisores de pasivos financieros a corto plazo aumentan sus tenencias de activos líquidos (en última instancia, dinero y mercancías líquidas), entonces sí es posible emitir más medios fiduciarios al tiempo que se preserva la liquidez del conjunto de sus emisores [33] .
En cuanto a si los agentes económicos tendrán la voluntad de emitir suficientes pasivos financieros líquidos, todo dependerá del precio al que puedan vender esos pasivos financieros líquidos con respeto a su valor facial. Cuanto mayor sea el precio de venta en relación a su valor facial, menor será el tipo de interés que deberá abonar su emisor para emitirlos: esto es, menor será el coste de captación de capital para invertir en la producción de esas mercancías altamente demandadas que actúan como colateral y, en consecuencia, menor tendrá que ser el margen de ganancia para que algún inversor esté interesado en producirlas emitiendo tales pasivos financieros. Por ejemplo, si un productor de televisores puede fabricar 100 unidades en un mes a un coste de 100 um y venderlas por 110 um (rentabilidad mensuales del 10% sobre el capital invertido), estará dispuesto a emprender semejante proyecto si puede emitir pasivos a un mes por un valor facial de 110 a un precio igual o superior a 100 (coste de financiación mensual del 10%). Y sucede que el precio de estos pasivos financieros está correlacionado con la preferencia por la liquidez de los agentes económicos: a mayor demanda de liquidez, mayor demanda de este tipo de activos financieros líquidos y, por tanto, mayor precio (y, en suma, mayor inducción a producir ese tipo de mercancías mediante la emisión de tales pasivos financieros [Fekete 2017, pp. 69-72]).
El único supuesto en el que el aumento del precio de los activos financieros líquidos podría no inducir a un incremento de su emisión es cuando la rentabilidad de las mercancías que los colateralizan fuera negativa. Por ejemplo, si el anterior productor de televisores puede fabricar 100 unidades en un mes a un coste de 100 um y venderlas por 99 um, entonces no estaría interesado en manufacturarlas aun cuando pudiera emitir pasivos financieros a un precio igual a su valor facial (tipo de interés del 0%). Ahora bien, nada impide que esos pasivos financieros líquidos se terminen vendiendo por un precio superior a su valor facial (tipos de interés negativos), de tal manera que la producción de esas mercancías quede incentivada a costa de quien demanda liquidez. Así las cosas, si hay muchos agentes dispuestos a enajenar activos ilíquidos a largo plazo para adquirir pasivos financieros líquidos a corto, tales activos ilíquidos podrían venderse con descuento sobre su valor facial, esto es, los pasivos financieros líquidos se estarían vendiendo con prima sobre ese valor fácil. Por ejemplo, un bono a un año que prometa pagar 110 um podría venderse a cambio de un pasivo financiero a corto plazo que prometa abonar 100 um en un mes: el vendedor del bono a largo plazo compraría liquidez vendiendo su bono a descuento, mientras que el emisor de pasivos financieros a corto los colocaría con prima sobre su nominal. Y si los pasivos financieros a corto plazo pueden venderse con prima (a tipos de interés negativos), entonces incluso sería factible iniciar la producción de mercancías líquidas y atesorables que se espere que vayan a ser vendidas con pérdidas (si es que no hubiera otras mercancías líquidas y atesorables que pudieran fabricarse con ganancia esperada).
Comprobado, pues, que la oferta de activos financieros líquidos no tiene por qué ser estructuralmente deficiente —es posible aumentar la oferta de mercancías líquidas y hay incentivos a hacerlo incrementando el precio de esos activos financieros líquidos—, nos queda por reflexionar sobre si su emisión podría llegar a ser excesiva . En este sentido, ¿cuándo cabría afirmar que se han sobreemitido activos financieros líquidos? Cuando su oferta exceda a su demanda, esto es, cuando haya un mayor número de esos activos líquidos que aquél que quieren mantener en su balance los demandantes de liquidez.
Pero en caso de que la oferta de activos financieros líquidos exceda a su demanda, tales activos financieros líquidos tenderán a ser liquidados : es decir, serán intercambiados por cualquier otro activo que su actual tenedor prefiera poseer. La liquidación de estos activos líquidos provocará que su precio de mercado caiga por debajo de su valor facial, y eso es algo que no puede suceder sostenidamente en el caso de aquellos pasivos financieros líquidos con un plazo de vencimiento muy breve (sobre todo, si el plazo es a la vista): si el precio de mercado de un activo financiero a corto plazo es inferior a su valor facial, su tenedor se limitará a exigir el cobro a su deudor, lo que colocará a ese deudor en una posición de tensión de liquidez. Y ante tales tensiones de liquidez, el deudor limitará la emisión de nuevos pasivos financieros líquidos mediante un incremento del tipo de interés que cobra por emitirlos.
Por ejemplo, si un banco ha descontado demasiadas letras comerciales emitiendo demasiados billetes a la vista y muchos de sus acreedores exigen la conversión de esos billetes en oro, entonces el banco procederá a incrementar el tipo de interés al que acepta descontar nuevas letras de cambio (de ese modo, restringirá las peticiones de descuento y, por tanto, la emisión de nuevos billetes); a su vez, si un minorista paga a su mayorista con sus propias letras y el tipo de interés de esas letras aumenta (por la mayor renuencia de los bancos a descontarlas), el mayorista incrementará el precio de venta de sus mercancías por pago aplazado (aumentando consecuentemente el descuento por pronto pago). En ambos casos, el coste de oportunidad de emitir pasivos financieros líquidos se incrementará y, por tanto, se reducirá la producción de aquellas mercancías que eran financiadas mediante su emisión.
Esta última idea, a saber, que la oferta de activos financieros líquidos no puede mantenerse permanentemente por encima de su demanda debido a que todo exceso redundante tenderá a ser liquidado y expulsado de la circulación, es lo que históricamente se ha conocido como “la ley del reflujo de Fullarton”, en honor al economista John Fullarton. Mises, sin embargo, rechazaba la operatividad del reflujo de Fullarton: a su entender, los medios fiduciarios solo refluyen a su emisor —el banco—cuando los deudores del banco los utilizan para amortizar los créditos que previamente han recibido de él; ahora bien —continúa Mises— los bancos podrían fácilmente frustrar ese reflujo creando nuevos medios fiduciarios por la vía de otorgar nuevos créditos. ¿Y cómo pueden los bancos manipular el volumen de créditos que otorgan? Mediante la fijación de los tipos de interés a los que los conceden (recordemos que, para Mises, el tipo de interés depende de la oferta de bienes presentes contra la oferta de bienes futuros, siendo los medios fiduciarios un bien presente con una oferta suficientemente elástica como para rebajar su precio relativo frente a los bienes futuros). O dicho de otro modo: según Mises, los bancos tienen el poder de inundar el mercado de medios fiduciarios aun cuando los agentes económicos no los demanden, pues para ello solo necesitan rebajar suficientemente los tipos de interés como para crear medios fiduciarios nuevos en mayor volumen que aquéllos que están refluyendo a los bancos.
El error de Mises reside en su obcecación de tratar a los medios fiduciarios como bienes presentes: al hacerlo, pasa por alto que un incremento del volumen de créditos por parte de un banco (es decir, un incremento de sus activos financieros) va de la mano de un incremento del volumen de sus deudas (es decir, un incremento de sus pasivos financieros). Esto supone que, si no existe una mayor demanda por los pasivos bancarios (es decir, si los agentes económicos no están dispuestos a incorporar en sus carteras un mayor volumen de pasivos bancarios a los actuales tipos de interés), el banco solo podrá colocarlos en el mercado a tipos de interés crecientes (en caso contrario, los agentes económicos exigirán su inmediata conversión en dinero): y si el banco ha de subir los tipos de interés a los que se financia (cuando emite medios fiduciarios), no podrá bajar los tipos de interés a los que presta, pues en tal caso su margen de beneficios devendría negativo (Glasner 1989b; Fekete 2017, pp. 57-58).
De hecho, la única forma en la que un banco podría bajar el tipo de interés que cobra a sus deudores al tiempo que incrementa el tipo de interés que paga a sus acreedores sería arbitrando tipos de interés con distintos vencimientos. Por ejemplo, supongamos que el tipo de interés a un año está en el 10% y el tipo de interés a un mes está en el 1%: el banco puede emitir pasivos a un mes al 2% (esto es, se financia más caro) para ofrecer financiación a un año al 9% (esto es, otorga créditos más baratos). Sin embargo, cualquier banco que recurra persistentemente a esta estrategia de descalce de plazos en un entorno libre y competitivo estará abocado a la suspensión de pagos. El propio Mises reconoce que los bancos, cuando actúan como intermediarios de crédito, están forzados a cumplir con la regla de oro de la banca: a saber, han de evitar que el vencimiento de sus créditos supere al de sus deudas. Por consiguiente, el propio Mises reconoce que los bancos no pueden permanentemente arbitrar los plazos de los tipos de interés a los que prestan y a los que piden prestado y, por tanto, que no pueden rebajar los tipos de interés a los que prestan sin que sus propios prestamistas les hayan rebajado el tipo de interés al que les prestan.
Pero el economista austriaco fue incapaz de darse cuenta de esta limitación al sobreendeudamiento bancario por culpa, de nuevo, de su persistente error de categorizar como bienes presentes a los medios fiduciarios: al no analizarlos como pasivos financieros, Mises tampoco analizó a los bancos emisores de medios fiduciarios como meros intermediarios de crédito que, como todos los intermediarios de crédito, deben someterse a la regla de oro de la banca. Si, en cambio, hubiese reconocido que los medios fiduciarios son pasivos financieros y que, por tanto, sus emisores también están sujetos a la regla de oro de la banca, entonces habría concluido que un banco no puede incrementar arbitrariamente la oferta de medios fiduciarios rebajando los tipos de interés en contra de las preferencias de cartera de los demandantes de medios fiduciarios: para que un banco pueda ofrecer más crédito a un menor tipo de interés, la demanda privada de pasivos bancarios deberá haberse incrementado. En caso contrario, tendrá lugar el proceso de liquidación de ese exceso de pasivos financieros (unido a las subidas de tipos de interés) que hemos descrito como la Ley del Reflujo de Fullarton.
En definitiva, la elasticidad de la oferta de activos financieros líquidos —incluyendo la oferta de medios fiduciarios— contribuye a estabilizar el valor del dinero. Para ello, basta con que esos pasivos financieros líquidos sean creados como sustitutos del dinero ante un incremento de su demanda: a mayor demanda de liquidez, menor será el tipo de interés a corto plazo y, por tanto, más activos financieros líquidos podrán ser descontados por los bancos sin merma de su propia liquidez; a menor demanda de dinero, mayor será el tipo de interés a corto plazo y, por tanto, menores serán los descuentos bancarios.
O dicho de otra forma, el proceso de creación de pasivos financieros líquidos (incluyendo la de medios fiduciarios) no sería el que describe Mises:
sino el siguiente:
En definitiva, los activos financieros líquidos son sustitutos del dinero: cuanta mayor sea su liquidez, mayor será su grado de sustitutividad. La oferta de tales activos financieros se ajusta a las fluctuaciones de la demanda de dinero a través de los movimientos del tipo de interés a corto plazo: una mayor demanda de dinero reducirá el tipo de interés a corto plazo y elevará la oferta de activos financieros líquidos; una menor demanda de dinero elevará el tipo de interés a corto plazo y restringirá la oferta de activos financieros líquidos. La oferta de dinero en sentido amplio (dinero en sentido estricto más sustitutos monetarios) se coordina así con la demanda de dinero: ni existe una tendencia hacia su insuficiencia estructural ni tampoco una condena a su redundancia.
La influencia de los medios fiduciarios
4.1. Una definición alternativa de los tipos de interés
Para Mises, la emisión de medios fiduciarios reduce el tipo de interés de mercado por debajo del tipo de interés natural (aquel determinado por la preferencia temporal de los ahorradores) y, por esa vía, se envía a los inversores la (errónea) señal de que las disponibilidades presentes de bienes de capital son mayores de las que realmente son —es decir, que el ahorro de los ahorradores es mayor del que realmente es—, lo que a su vez promueve un exceso de inversión en sectores productivos que proyectan fabricar los bienes de consumo demasiado tarde en el tiempo. Esa falta de sincronización entre las preferencias temporales de los ahorradores y los planes productivos de los inversores es lo que termina provocando la crisis económica: el período durante el cual muchos proyectos de inversión deben ser abandonados y reconvertidos en otros que encajen mejor con las preferencias temporales de los agentes económicos.
La teoría del ciclo económico de Mises no es enteramente incorrecta, pero arranca con un error de base: el tipo de interés no es el precio de mercado entre el conjunto de bienes presentes y el conjunto de bienes futuros. El tipo de interés es el precio al que se intercambian —siguiendo la terminología mengeriana (Menger 1871 [2007], pp. 55-58)— bienes de distinto orden o distinto grado de lejanía con respecto al consumo final, esto es, bienes de orden superior por bienes de orden inferior (Hülsmann 2002). Los bienes más próximos a la satisfacción de nuestras necesidades son más valiosos que los más alejados de las mismas: por ejemplo, si quiero comer pan, la utilidad de una barra de pan será siempre superior a la utilidad del conjunto de factores productivos que necesito para producir esa barra de pan; la razón de esa brecha de valor es que esa barra de pan se halla subjetivamente más cerca de satisfacer mi fin que el conjunto de los factores productivos que podrían llegar a fabricarla. Y si un bien es más valioso que otro para los agentes económicos, sus precios no podrán ser iguales: el precio del bien más valioso será superior al del bien menos valioso… y ese diferencial estructural de precios será el interés.
Caracterizado el interés como la brecha valorativa entre los bienes de orden inferior y los bienes de orden superior, ¿por qué la teoría del interés de Mises es incorrecta o, al menos, incompleta? Por dos razones: primera, el único factor que explica esa brecha valorativa no es el tiempo (tal como presupone Mises), sino también el riesgo (incluyendo un riesgo muy específico: el riesgo de iliquidez); segundo, la brecha valorativa no es la misma para todos los bienes (es decir, no hay un único tipo de interés natural).
En cuanto al primer error, es verdad que los bienes más alejados temporalmente del momento en que los agentes desean satisfacer sus necesidades serán menos valiosos que aquéllos más cercanos temporalmente al mismo (y, por ello, existirá una brecha valorativa entre ellos), pero también lo serán los bienes con un grado de disfrute más incierto (bienes más arriesgados) o aquellos más irreversibles en sus opciones de consumo (bienes más ilíquidos). Idealmente, todo agente económico desearía poseer bienes que lo habiliten a consumir en el momento en el que él lo desee, sin someterse a riesgo alguno y manteniendo abiertas sus opciones a cambiar de opinión en el futuro: el dinero es, de hecho, uno de esos bienes que cumple estas tres características. De ahí que todo intercambio entre, por un lado, dinero y, por otro, bienes futuros, bienes arriesgados o bienes ilíquidos implique un descuento valorativo de estos últimos en favor del primero.
Por ejemplo, un activo financiero que esperamos que nos proporcione 100 onzas de oro dentro de diez años tenderá a venderse hoy por un precio inferior a esas 100 onzas de oro, tanto porque 100 onzas de oro hoy son más valiosas que 100 onzas de oro en diez años; cuanto porque 100 onzas de oro seguras son más valiosas que 100 onzas de oro meramente esperadas ; y también porque recibir 100 onzas de oro en diez años y bajo condiciones de incertidumbre reduce nuestras posibilidades de cambiar de opinión en algún momento a lo largo de ese período (mantener 100 onzas atesoradas hoy nos permite, en cualquier momento, cambiar de opinión sobre el uso que queremos darle a esas onzas). Cualquiera de estos tres factores es, por sí solo, capaz de generar un descuento en el precio de ese activo financiero frente al dinero: si fuéramos totalmente indiferentes entre los usos que pudiéramos hacer de 100 onzas de oro hoy y el que pudiéramos hacer con 100 onzas dentro de un año, aun así habría razones para descontar el precio del activo financiero debido al riesgo de no recibir las onzas de oro dentro de una década; y aun en el caso de que no percibiéramos hoy ningún riesgo relevante en el activo financiero, habría razones para exigir un descuento por el hecho de renunciar hoy a la tesorería en favor de un activo financiero ilíquido que nos dificulta la modificación de nuestros planes de acción durante un período de diez años. Si, por último, ese activo financiero a diez años no llevara asociado ningún descuento ni por tiempo, ni por riesgo, ni por liquidez, entonces devendría un sustituto perfecto del dinero, esto es, en un pasivo financiero que se endosa de mano en mano sin descuento (si bien es improbable que un activo financiero con un plazo de vencimiento tan prolongado llegue a convertirse en tal). Reducir la brecha valorativa entre bienes de orden inferior y bienes de orden superior a un único factor —el temporal, según Mises— resulta innecesariamente simplificador.
Segundo, precisamente porque el interés es un descuento valorativo de los bienes de orden superior con respecto a los bienes de orden inferior (debido a las diferencias temporales, de riesgo y de liquidez entre ambos), no cabe esperar que todos los intercambios entre bienes de orden inferior y bienes de orden superior exhiban el mismo descuento (ni que todos los descuentos sean arbitrables a uno solo). Cada categoría de intercambios (en función de su plazo, de su nivel de riesgo y de su grado de iliquidez) tendrá su propio descuento y, por tanto, su propio interés. Surge así lo que en los mercados financieros se conoce como “curva de rendimientos”: esto es, una estructura de tipos de interés de equilibrio que varían en función del plazo de una inversión o de su riesgo (Modigliani y Sutch 1966).
Por ejemplo, en el siguiente gráfico podemos observar dos curvas de rendimiento correspondientes a dos activos distintos (uno percibido como más arriesgado que el otro). A través de esas curvas de rendimientos, podemos inferir los diferenciales por tiempo y por riesgo que gobiernan esas estructuras de tipos de interés: en el caso del activo de riesgo bajo, el tipo de interés anual a dos años es 1,5 puntos superior al tipo de interés anual a una semana (3,5% versus 2%), lo que viene a reflejar el descuento temporal; a su vez, el tipo de interés anual a 15 años del activo de riesgo alto es 3,7 puntos superior al tipo de interés anual a 15 años del activo de riesgo bajo (7,4% versus 3,7%), lo que viene a reflejar el diferencial por riesgo.
Tales diferenciales por tiempo y por riesgo no serán indefinidamente arbitrados hasta que desaparezcan y colapsen en un único tipo de interés en todo el mercado, puesto que un intercambio intertemporal a 30 años no es lo mismo que la sucesión de 30 intercambios intertemporales a un año (en el segundo caso, a diferencia de en el primero, disponemos al finalizar cada año de la opción de decidir si queremos o no reinvertir nuestro capital durante otro año), de modo que ambos intercambios intertemporales no pueden exhibir el mismo precio. Y lo mismo cabría decir con respecto a intercambios con niveles de riesgo muy distintos: una probabilidad del 99% a perder toda la inversión puede pagar sosteniblemente un tipo de interés más de 99 veces superior a una probabilidad del 1% de perder toda la inversión, si es que los inversores dispuestos a asumir un riesgo del 1% no están dispuestos a asumir uno del 99% por un rendimiento 99 veces superior.
Todos los tipos de interés de cualquier curva de rendimientos constituyen tipos de interés “de equilibrio” en la medida en que no sean adicionalmente arbitrables (esto es, en la medida en que al inversor marginal no le compense explotar los diferenciales de rentabilidad entre ellos). Por ello, cada uno de esos tipos de interés supondrá un precio que coordinará a todos los oferentes y a todos demandantes de fondos prestables que exhiban unas determinadas preferencias de tiempo, riesgo y liquidez. Verbigracia, en nuestro ejemplo anterior, todas los prestamistas que deseen prestar al 2% a una semana y a bajo riesgo pueden hacerlo a ese tipo de interés; y asimismo, todos los prestatarios de bajo riesgo que deseen endeudarse al 2% a una semana podrán hacerlo a ese tipo de interés.
4.2. La emisión de medios fiduciarios no genera necesariamente desequilibrios
Y siendo todos ellos tipos de interés de equilibrio (tipos de interés que vacían cada uno de los distintos mercados de fondos prestables), entonces también cabrá considerarlos a todos ellos como “tipos de interés naturales” [34] . Para Mises, la concesión de crédito a través de la emisión de medios fiduciarios reduce el tipo de interés de mercado por debajo del tipo de interés natural, esto es, desvía a los tipos de interés de mercado de su posición de equilibrio. Pero si —como ya hemos explicado reiteradamente—los medios fiduciarios son solo un activo financiero más, en realidad la emisión bancaria de medios fiduciarios (o de cualquier otro pasivo financiero) para prestar no desviará necesariamente a los tipos de interés de mercado de su posición de equilibrio, sino que solo constituirá un arbitraje potencialmente equilibrador entre dos tipos de interés. A la postre, si los medios fiduciarios son un activo financiero más, su emisión también deberá efectuarse a su propio tipo de interés de equilibrio en los mercados financieros.
Por ejemplo, imaginemos que un comerciante emite una letra de cambio amortizable en una semana a un tipo de interés anualizado del 5%; a su vez, supongamos que un banco puede emitir pagarés a una semana a un tipo de interés del 2%. En esas condiciones, el banco puede estar interesado en comprar todas las letras de cambio que emita el comerciante (a un tipo de interés del 5%) a cambio de entregarle pagarés a una semana (los cuales abonan un tipo de interés del 2%). De hacerlo, el tipo de interés de las letras de cambio tenderá a bajar (pues su demanda aumentará) y, a su vez, el tipo de interés de los pagarés del banco tenderá a subir (pues su oferta se incrementará): y si el banco estuviera dispuesto a comprar ilimitadamente las letras de cambio de ese comerciante, en última instancia esas letras de cambio y los pagarés del banco abonarían el mismo tipo de interés. En caso de que el banco mantuviera su capacidad de amortizar sus pagarés merced a las letras que va adquiriendo (tanto la letra como el pagaré son amortizables en una semana y, podemos suponer, a efectos de este ejemplo, que ambos son de muy bajo riesgo), no estaríamos ante una desviación del tipo de interés de equilibrio de las letras de cambio, sino tan solo ante un arbitraje entre los tipos de interés de dos activos distintos que sin embargo, a ojos del banco y de los acreedores del banco , son altamente sustitutivos; dos activos que, por tanto, no tiene sentido económico que coticen a tipos de interés distintos. El arbitraje, pues, no solo no nos alejaría del equilibrio sino que nos acercaría a él.
Lo mismo cabrá afirmar, a su vez, acerca del arbitraje que efectúa el banco entre los activos financieros en los que invierte y sus propios pasivos a la vista (lo que Mises denominaba “medios fiduciarios”). Ya hemos explicado que los medios fiduciarios son pasivos financieros que, por su elevada liquidez, abonan tipos de interés del 0%. En tal caso, el banco puede estar interesado en efectuar un arbitraje entre los tipos de interés positivos de otros activos (letras de cambio, pagarés, bonos, préstamos hipotecarios, etc.) y los nulos tipos de interés de sus propios pasivos a la vista. Si en nuestro ejemplo anterior no cabía hablar de que el tipo de interés de las letras de cambio se alejara del equilibrio (sino más bien de un arbitraje entre el tipo de interés de las letras de cambio y el tipo de interés de los pagarés bancarios), con la emisión de medios fiduciarios tampoco cabrá hablar necesariamente de que los tipos de interés de otros activos financieros se alejan del equilibrio, sino de un arbitraje entre esos tipos de interés y el tipo de interés de los medios fiduciarios.
Ahora bien, que un arbitraje entre dos tipos de interés distintos no los aleje necesariamente del equilibrio no equivale a decir que ningún arbitraje entre tipos de interés distintos pueda ser desequilibrador (esto es, que ninguno de eso arbitrajes pueda descoordinar los planes de los agentes económicos a lo largo del tiempo). Si, por seguir con nuestro ejemplo anterior, el arbitraje que efectúan los bancos —emitir pagarés a una semana al 2% con el propósito de adquirir letras de cambio a una semana que abonan el 5%— condujera a que, sistemáticamente, los acreedores de esos pagarés se quedaran sin cobrar, entonces el arbitraje no estaría coordinando adecuadamente los planes de los distintos agentes económicos: en particular, los planes de los acreedores del banco se verían sistemáticamente frustrados (lo que les llevaría a que dejaran de adquirir pagarés de ese banco, elevando el tipo de interés de tales pagarés y, en suma, poniendo coto al arbitraje entre los pagarés y las letras).
En resumen, que no toda operación de crédito otorgada a través de la emisión de medios fiduciarios (o, más en general, de pasivos financieros a corto plazo) conduzca al desequilibrio intertemporal (que es lo que pensaba Mises) no implica que ninguna operación de crédito canalizada a través de la creación de pasivos financieros a corto plazo no nos conduzca al desequilibrio intertemporal. La cuestión, por tanto, será desentrañar qué operaciones de arbitraje financiero son equilibradoras y cuáles son desequilibradoras.
4.3. Los descalces agregados de plazos y de riesgos sí generan necesariamente desequilibrios
En este sentido, comencemos constatando cuál es el cometido de los mercados financieros: coordinar a los agentes con capacidad de financiación (aquéllos que disponen de más bienes presentes de los que desean utilizar) y a los agentes con necesidad de financiación (aquéllos que desean utilizar más bienes presentes de los que disponen). Los primeros quieren renunciar a su sobrante de financiación durante un determinado período de tiempo para recuperarla en el futuro a cambio de un interés; a su vez, los segundos quieren cubrir su déficit de financiación durante un determinado período de tiempo para reintegrarla en el futuro aun con intereses. Es decir, los planes de los agentes con capacidad de financiación y los de los agentes con necesidad de financiación son potencialmente compatibles: basta con que los agentes con capacidad de financiación les extiendan crédito a los agentes con necesidad de financiación en unos términos que ambos reputen mutuamente ventajosos. La cuestión a resolver, pues, es cuáles son esos términos de la relación crediticia entre acreedores y deudores que resultan mutuamente ventajosos.
Así, los elementos de una relación crediticia que ambas partes han de acordar son esencialmente tres: el plazo de devolución, las garantías de devolución y el tipo de interés. Ya hemos explicado que el tipo de interés dependerá fundamentalmente del plazo de devolución y de las garantías de devolución (a menor plazo y mayores garantías, menor tipo de interés; a mayor plazo y menores garantías, mayor tipo de interés). Pero para que el tipo de interés demandado por el acreedor coincida con el ofertado por el deudor, las expectativas de ambos acerca del plazo y las garantías de devolución han de ser coincidentes: es decir, el deudor ha de planear amortizar su deuda en el momento y con la probabilidad de éxito con la que el acreedor espera que lo haga. Si sus respectivas expectativas acerca del plazo y del nivel de riesgo no concuerdan, entonces los planes de acreedores y deudores no serán compatibles aun cuando ambos acuerden un mismo tipo de interés para su relación crediticia: el acreedor podría aceptar un tipo de interés bajo porque, por ejemplo, cree erróneamente que el deudor amortizará el crédito antes de cuando este realmente pretende amortizarlo.
Al respecto, conviene recortar que esta prescripción —que los términos de la relación crediticia de acreedores y deudores han de coincidir en cuanto al plazo, las garantías y el tipo de interés—es la misma que planteó Mises con la denominada “regla de oro” para aquellos bancos que actuaran como intermediarios de crédito. Recordemos:
Para la actividad de los bancos como negociadores de crédito, debe regir la regla de oro: a saber, la necesidad de que exista una conexión orgánica entre las transacciones de crédito y las transacciones de débito. El crédito que otorga el banco ha de corresponderse cuantitativa y cualitativamente con el crédito que recibe. O expresado de un modo más exacto: la fecha en la que venzan las obligaciones de los bancos no ha de anteceder la fecha en la que sus derechos de cobro puedan ser realizados (p. 263).
Si las expectativas sobre la duración y las garantías de las relaciones crediticias entre acreedores y deudores no fueran convergentes, sus planes de acción no resultarían compatibles en los términos en que han sido negociados, de modo que acabarían renegociándolos en otras operaciones futuras (mayor plazo, mayores garantías o mayores intereses). En ocasiones, ese tipo de renegociación solo supondrá una redistribución de las ganancias entre acreedores y deudores: por ejemplo, imaginemos un acreedor que ha infraestimado el riesgo de su deudor por lo que le proporciona financiación a un año al 5%; al cabo de un año, ese acreedor recalcula el riesgo de la operación y decide elevar el tipo de interés del nuevo crédito hasta el 6% (o, alternativamente, pasará a exigirle mayores garantías al deudor para seguir prestándole al 5%), mientras que el deudor acepta abonar ese tipo de interés más elevado (u ofrecer mayores garantías). Lo único que ha sucedido aquí es que se distribuyen de un modo diferente las ganancias derivadas de una relación crediticia que sigue siendo mutuamente beneficiosa para ambos: la relación no se rompe, porque existe un margen de renegociación dentro del que ambos salen ganando.
Pero supongamos que, en cambio, la reevaluación del riesgo del deudor y la consecuente subida del tipo de interés del crédito hasta el 6% sí llevan a que el deudor rechace endeudarse a ese mayor coste (verbigracia, porque no espera ser capaz de generar una rentabilidad superior al 6%). En este segundo caso, el cambio de las expectativas de acreedores y deudores no conduce únicamente a una redistribución de las ganancias de una transacción crediticia que sigue siendo mutuamente beneficiosa para ambos, sino a la necesidad de poner fin a una transacción que es estructuralmente perjudicial para al menos alguna de las partes (pues no hay renegociación posible de los términos de la financiación que vuelva a esa transacción mutuamente beneficiosa para ambos). Serán este segundo tipo de desequilibrios intertemporales los que resultarán más difíciles de resolver, puesto que no se tratará solo de renegociar los términos de una operación que puede seguir siendo mutuamente beneficiosa, sino de poner fin a la misma y, en caso de que esa ruptura genere pérdidas, de repartir tales pérdidas entre las partes.
Con semejantes antecedentes ya estamos en mejor posición para entender qué arbitrajes entre activos financieros serán no solo desequilibradores, sino gravemente desequilibradores. Así, cuando las expectativas de acreedores y deudores en una transacción crediticia no sean coincidentes y, además, la reconciliación de sus expectativas no sea compatible con ningún conjunto de condiciones de financiación que resulten mutuamente beneficiosas para ambas partes, estaremos ante desequilibrios intertemporales graves. Por ejemplo, el arbitraje entre los tipos de interés a largo plazo y los tipos de interés a corto plazo puede ser uno de esos desequilibrios graves: si un banco emite un pagaré a una semana al 2% anual para invertir en una hipoteca a 30 años al 10% anual, puede suceder que el acreedor del banco espere cobrar en una semana (y no esté dispuesto a esperar más de 30 años a cobrar salvo que se le abonen tipos muy superiores al 10%) mientras que su deudor no espere pagar hasta dentro de 30 años (y no esté dispuesto a amortizar la deuda en una semana salvo que deba abonar tipos de interés muy inferiores al 2%). Asimismo, el arbitraje entre tipos de interés de activos con muy distinto riesgo también puede constituir uno de esos desequilibrios graves. En estos casos, acreedores y deudores han tejido por error una relación crediticia que es imposible de reconfigurar para que sea mutuamente beneficiosa para esas dos partes: solo cabe, pues, o reemplazar a las partes (que alguien se subrogue en la posición de una de las partes) o extinguirla (aun cuando esa terminación implique pérdidas irreversibles).
Cuando solo unos pocos acreedores y deudores han visto sus planes de acción gravemente descoordinados, no resulta inverosímil que quepa encontrar otros agentes económicos con los que restablecer el equilibrio intertemporal: es decir, las subrogaciones de acreedores o deudores no serán infrecuentes y habrá margen para subsanar los desequilibrios intertemporales graves. Por ejemplo, si el banco anterior es capaz de encontrar a un acreedor que está dispuesto a proporcionarle financiación a 30 años a un tipo de interés del 8% anual, o a un acreedor que está dispuesto a proporcionarle nuevamente financiación a una semana al 2% anual, entonces su desequilibrio intertemporal será subsanable (aquel acreedor que no desea estar dentro de esa relación crediticia será reemplazado por otro que sí desea estarlo). Pero conforme se van acumulando desequilibrios intertemporales dentro de una economía, la capacidad del resto del sistema para subsanarlos va disminuyendo, y de hecho puede llegar un punto en el que no sea posible subsanarlos todos, debiendo proceder entonces a suspender tales relaciones crediticias y a repartir las consecuentes pérdidas (Fekete 2019b, pp. 213-226).
Éstas son las dinámicas que, de hecho, Mises agrupa bajo su descripción del ciclo económico. Cuando la banca —o cualquier otro intermediario financiero— arbitra a gran escala entre los tipos de interés a corto plazo y los tipos de interés a largo plazo —emite pasivos a corto plazo para adquirir activos a largo plazo— o entre los tipos de interés de bajo riesgo y los tipos de interés de alto riesgo —promete una falsa capacidad de repago a sus acreedores al tiempo que invierte en proyectos de alto riesgo—, se producirá una reducción desequilibradora de los tipos de interés a largo plazo y de alto riesgo. Esa reducción desequilibradora de los tipos de interés a largo plazo y de alto riesgo supondrá que todos aquellos que desean invertir en proyectos de largo plazo y de alto riesgo obtendrán mucha más financiación de la que deberían: es decir, supondrá que, aun cuando los agentes con capacidad de financiación no desean invertir en proyectos a largo plazo y de alto riesgo en las condiciones en que los agentes con necesidad de financiación tienen pensado invertir, se terminará (sobre)invirtiendo en esos proyectos porque las expectativas de acreedores y deudores sobre sus plazos y sus riesgos no coinciden (los acreedores esperan recuperar el capital antes y con menor riesgo de cuando los deudores esperan proceder a repagarlo). Por consiguiente, la estructura productiva de la economía se sobreconcentrará en la producción de bienes de consumo a muy largo plazo y con una elevada probabilidad de fracaso en contra de las preferencias temporales y de riesgo de los ahorradores. Esta sería la etapa del auge económico de carácter insostenible.
Pero, en la medida en que los agentes con capacidad de financiación no estén dispuestos a esperar tanto tiempo, o a asumir tantos riesgos, para completar la producción de esos bienes de consumo futuros, en algún momento la provisión de financiación se interrumpirá: ya sea porque los acreedores de los bancos les cerrarán anticipadamente el grifo de la financiación, de modo que los bancos también tendrán que hacer lo propio con sus deudores (subidas de tipos de interés que fuercen la bancarrota de muchos de los proyectos productivos de los deudores), o ya sea porque los acreedores del banco liquidarán sus pasivos bancarios para sobrepujar por los factores productivos concentrados en proyectos a largo plazo y de alto riesgo con el objetivo de redirigirlos hacia otros proyectos productivos que fabriquen bienes de consumo a menor plazo y con menor riesgo (esto último es lo que Hayek [1969] denominaba “Efecto Ricardo”). Esta sería la etapa de la depresión reequilibradora.
Evidentemente, la dinámica de un ciclo económico resulta muchísimo más rica y compleja que el escueto bosquejo que hemos efectuado en los párrafos anteriores (en especial, hemos omitido todos los procesos de realimentación positiva que tienen lugar en cada una de las etapas), pero nuestro escueto bosquejo es suficiente para, por un lado, resaltar qué tiene de válida la también escueta presentación de la teoría del ciclo económico por parte de Mises (el ciclo económico es la manifestación de una descoordinación productiva y financiera entre los planes de los ahorradores y los planes de los inversores) y qué tiene, en cambio, de equivocada (el motor del ciclo económico es la reducción del tipo de interés de mercado por debajo del tipo de interés natural como consecuencia de la emisión de medios fiduciarios).
En este último sentido, ni toda emisión de medios fiduciarios supone necesariamente una descoordinación intertemporal entre acreedores y deudores (por ejemplo, si los bancos emiten pasivos a la vista para adquirir activos financieros líquidos, no habrá descoordinación entre unos acreedores que esperan poder cobrar cuando lo deseen y unos deudores que cuentan con capacidad para pagar cuando les sea requerido), ni toda descoordinación intertemporal entre acreedores y deudores tiene por qué darse a través de la emisión de medios fiduciarios (verbigracia, si los bancos emiten pasivos a un año para adquirir activos financieros a 30 años, la descoordinación entre acreedores y deudores puede acaecer igualmente). El ciclo económico no debería ser caracterizado como una disrupción del tipo de interés natural derivada de la creación ex nihilo de bienes económicos presentes de carácter improductivo (los medios fiduciarios), puesto que los medios fiduciarios solo son pasivos financieros que sirven para captar financiación de unos agentes para dirigirla hacia otros agentes: la clave, pues, estará en la compatibilidad entre los planes de quien proporciona la financiación a través de la inversión en medios fiduciarios y los planes de quien utiliza esa financiación captada a través de esos medios fiduciarios.
Al final, pues, la creación de medios fiduciarios no es ni condición suficiente ni condición necesaria para el ciclo económico, de modo que el marco institucional no debería orientarse a limitar estrictamente su emisión, sino a conseguir que esa emisión (y la de cualquier otro pasivo financiero) no engendre desequilibrios intertemporales: algo que, a su vez, se consigue cuando los emisores de pasivos financieros se preocupan por mantener su liquidez. Analizado el problema desde esta óptica, desaparecen las tensiones y contradicciones inherentes a las recomendaciones de política bancaria que efectuaba Mises en su obra, tal como vamos a analizar en el siguiente y último capítulo del libro.
5.1. La regla de oro como política bancaria universal
Recordemos que Mises distinguía entre dos tipos de bancos: los bancos como intermediarios de crédito y los bancos como creadores de medios fiduciarios. Para los primeros, Mises recomendaba el seguimiento de la ‘regla de oro de la banca’ (p. 263); para los segundos, que no emitieran más medios fiduciarios que aquellos necesarios para efectuar transacciones mutuas entre sus clientes. Sin embargo, temeroso de que los bancos cayeran persistentemente en la tentación de (sobre)emitir medios fiduciarios, Mises basculó toda su vida intelectual entre dos reglas contrapuestas: por un lado, la libertad bancaria dentro de un régimen de patrón oro, merced a lo cual previsiblemente los bancos se verían forzados a (auto)limitar sus emisiones de medios fiduciarios a aquel volumen necesario para compensar las transacciones mutuas entre sus clientes; por otro, y como alternativa ultraprudencial, imponer un coeficiente de caja del 100% que, en consecuencia, prohibiera la emisión de medios fiduciarios.
El replanteamiento fundamental que hemos hecho del pensamiento monetario de Mises durante las páginas anteriores es el de caracterizar a los medios fiduciarios no como un bien presente, sino como un activo financiero. En última instancia, eso significa que no existe separación alguna entre bancos dedicados a la intermediación crediticia y bancos creadores de medios fiduciarios: los bancos que se dedican a la creación de medios fiduciarios también son, en el fondo, intermediarios de crédito. A saber, agentes que emiten un pasivo financiero (medios fiduciarios, esto es, promesas de pago a la vista y seguras) con el objeto de captar financiación para invertir en otro activo financiero. Y si los bancos emisores de medios fiduciarios también son intermediarios crediticios, entonces también les será aplicable la regla de oro de la banca.
Así pues, y en contra de lo que pensaba Mises, el objetivo para con los bancos creadores de medios fiduciarios no es limitar cuantitativamente sus emisiones de este pasivo financiero a aquel monto que sus clientes requieran para efectuar transacciones entre sí, sino limitar cualitativamente las emisiones de medios fiduciarios para volverlos compatibles con el respeto a la regla de oro de la banca, esto es, preservando la liquidez del emisor (su capacidad de amortización de los medios fiduciarios a la orden del acreedor). Reenfocar cuál debe ser el objetivo de la banca —del único tipo de banca que existe: la intermediaria de crédito— es importante porque, por un lado, contribuye a que nos demos cuenta de que la única función de los medios fiduciarios (o de cualquier otro activo financiero líquido) no es satisfacer la demanda de dinero con motivo de transacción, sino también la demanda de dinero con motivo de precaución (aunque estano termine canalizándose en forma de transacciones mutuas entre clientes); y, por otro, porque pone de manifiesto que la regla del coeficiente de caja del 100% no es un second best ultraprudencial, sino una prescripción totalmente desorientada acerca de cuál debe ser la actividad de los bancos (Fekete 2019a, pp. 200-211).
Y es que, como también reconocía Mises, el coeficiente de caja del 100% nos privaría de todos los beneficios de la emisión de medios fiduciarios: el sistema económico sería incapaz de adaptarse a corto plazo un cambio súbito de la demanda de dinero (salvo a través de una inverosímil variación equiproporcional y simultánea de todos los precios de mercado); y, a su vez, a largo plazo nos veríamos abocados a una deflación secular que, dentro de un sistema de patrón oro, acarrearía unos costes de oportunidad gigantescos en términos de recursos canalizados hacia la producción de oro (Friedman 1959b, p. 5). Pero, y esto fue lo que Mises no entendió, el coeficiente de caja del 100% tampoco nos proporcionaría las ventajas ultraprudenciales que el austriaco le atribuía —estabilización del valor de cambio objetivo del dinero, estabilización de los tipos de interés a sus niveles de equilibrio y estabilización de los tipos de cambio a su paridad de poder adquisitivo—. Y es que, como ya hemos expuesto, el inflacionismo en todas sus manifestaciones (precios, tipos de interés y tipos de cambio) es una consecuencia del abuso del crédito, no del abuso de los medios fiduciarios (que son solo una de las muchas formas que puede adoptar el crédito). Por consiguiente, prohibiendo la emisión de los medios fiduciarios no evitaríamos necesariamente los diversos males del inflacionismo, sino que tan solo los cosecharíamos a través de otras formas de crédito [35] . Así pues, el coeficiente de caja del 100% no es una política que conlleve algunos beneficios vinculados a la asunción de algunos costes: es una política que solo conlleva costes y ningún beneficio (Fekete 2017, pp. 43-46).
De este modo, si los bancos —como intermediarios de crédito que son— han de someterse a la regla de oro de la banca, la cuestión que sí debemos plantearnos es la de cuál es el marco institucional, o el tipo de políticas bancarias, que maximizan la probabilidad de que los bancos respeten esta prescripción financiera. Y, al respecto, caben dos grandes posibilidades extremas: regular centralizadamente el negocio bancario para obligarles a seguir la regla de oro o, en cambio, establecer un marco institucional de incentivos descentralizados que conduzca a la banca a autorregularse en el respeto de la regla de oro.
5.2. Libertad bancaria como garantía de respeto de la regla de oro
El primer camino —la regulación centralizada del negocio bancario— pasa por otorgarle al Estado la competencia normativa de diseñar cómo debe cada banco organizar su propio negocio de intermediación financiera: a saber, cuál ha de ser su apalancamiento máximo, en qué activos ha de preservar su liquidez, cuál es el riesgo que puede asumir por cada tipo de inversión, cuál ha de ser el vencimiento de sus distintas fuentes de financiación, qué tipo de operaciones tiene prohibido efectuar, etc. Como toda regulación centralizada de cualquier actividad económica, estase enfrenta a dos grandes grupos de problemas: por un lado, los problemas de información; por otro, los problemas de incentivos.
Los problemas de información se refieren a la incapacidad del planificador central para conocer en cada momento del tiempo todos los detalles relativos a la organización interna de cada banco. Mientras que el conocimiento se genera y se posee localmente —por aquellas personas que dirigen en el día a día tales entidades—, la regulación centralizada aspira a que las decisiones sobre la organización de la banca se adopten a un nivel institucional alejado de ese ámbito local: serían políticos y burócratas quienes decidirían en cada momento los detalles de cómo debería articularse el negocio bancario para respetar la prescripción abstracta de la regla de oro. Es decir, quienes tomarían las decisiones serían quienes carecerían de la información más completa sobre las mismas (Kling 2009 pp. 39-86), dando lugar a dos problemas adicionales: la innovación financiera (el desarrollo de nuevas líneas de negocio bancarias que quedan fuera del ámbito de la regulación porque el regulador todavía no ha tenido tiempo a aprender sobre ellas) y el arbitraje regulatorio (el aprovechamiento lucrativo de las incompletitudes y contradicciones de una regulación no omnisciente). Un fracaso asegurado porque, como reconocía Hyman Minsky (1986, p. 281), “en un mundo donde los empresarios y los intermediarios financieros persiguen agresivamente el lucro, los innovadores siempre caminarán dos pasos por delante de los reguladores”.
Los problemas de incentivos se refieren a la tentación de políticos y burócratas de utilizar sus poderes no para asegurar el cumplimiento de la regla de oro de la banca, sino para promover sus propias agendas personales: por ejemplo, dejarse corromper por los banqueros a la hora de aprobar regulaciones muy laxas o, incluso, crear un entramado institucional que privilegie estructuralmente a la banca y que, lejos de imponerle el cumplimiento de la regla de oro, la salvaguarde de su sistemática violación. De hecho, a día de hoy, los bancos privados cuentan con instituciones estatales como los bancos centrales —prestamistas de última instancia que los rescatan de su iliquidez— o los Tesoros nacionales —accionistas de última instancia que los rescatan de su insolvencia— que los blindan frente a los efectos adversos de sus imprudentes e insostenibles estrategias financieras. Todas estas instituciones se crearon con el presunto objetivo de proteger a la población frente a la imprudencia bancaria pero han terminado siendo capturadas por la banca para maximizar esa imprudencia.
De ahí que el segundo camino —un marco institucional de incentivos descentralizados que conduzcan a la autorregulación financiera— sea el que maximice las probabilidades de que los bancos cumplan con la regla de oro. Ese marco institucional no es otro, de hecho, que aquel que defendía Mises (aunque para lograr objetivos equivocados): un sistema de banca libre dentro de un sistema monetario igualmente libre. A la postre, si la base del sistema monetario está constituida por un activo monetario libremente escogido por los agentes económicos debido a su superior liquidez frente al resto (como pudiera ser el oro o Bitcoin), los bancos no podrían extender tanto crédito como desearan sin exponerse a las peticiones de reembolso (en ese activo monetario líquido) por parte de sus acreedores. A diferencia de lo que sucede en el sistema financiero actual —donde la base de nuestro sistema monetario está constituida por los pasivos de un banco central estatalizado que pueden ser creados ilimitadamente para convalidar las posiciones de iliquidez de los bancos privados—, dentro de un sistema bancario y monetario libre, los bancos devendrían responsables del tipo de intermediación financiera que desarrollaran: saltándose la regla de oro de la banca, acaso consiguieran maximizar sus ganancias a corto plazo, pero solo a costa de exponerse a la suspensión de pagos y ulterior bancarrota futura. Sería, pues, ese riesgo prospectivo a quebrar —no socializado hacia el resto de la población por ningún tipo de privilegio estatal— lo que alinearía a largo plazo sus incentivos con los intereses de sus acreedores y deudores: efectuar una coordinación financiera que salvaguarde su liquidez para que los planes intertemporales de los primeros coincidan con los planes intertemporales de los segundos.
Mises, en definitiva, acertó cuando defendió un sistema bancario y monetario libre como un marco institucional óptimo, pero no porque el objetivo del mismo sea lograr la limitación cuantitativa de los medios fiduciarios sino, más bien, porque conduce a la autorregulación cualitativa de la liquidez del sistema financiero. Y ése —intermediar entre acreedores y deudores preservando su liquidez— es el auténtico objetivo de una banca que actúa como intermediaria de crédito: es decir, el objetivo de todo banco que merezca ser calificado como tal.
A lo largo del presente libro hemos expuesto, en primer lugar, cuáles son las principales tesis monetarias de Mises y hemos procedido, en segundo lugar, a criticar sus principales errores. Dada la diversidad y complejidad de muchos de los argumentos arriba desarrollados, podría suceder que las tesis y las refutaciones esenciales de la teoría monetaria de Mises quedaran oscurecidas por otros razonamientos accesorios o, al menos, no quedaran suficientemente estructuradas y sistematizadas. Por ello, y a modo de conclusión, vamos a extractar resumidamente cuáles sobre las ideas básicas de Mises en materia de dinero, crédito, banca y ciclos económicos así como cuáles son nuestras mayores objeciones a las mismas.
Errores sobre la teoría del dinero
Es preferible definir el dinero como un activo real líquido utilizado como medio de cambio indirecto, es decir, como un bien económico con valor estable que, debido a esa estabilidad de valor, tiende a ser utilizado para minimizar los costes de transacción de los intercambios.
El dinero ideal no solo ha de preservar su valor estable como medio de intercambio (liquidez intratemporal) sino también como depósito de valor (liquidez intertemporal). Y las condiciones para lograr el primer tipo de liquidez no son las mismas que las condiciones para lograr el segundo.
El dinero, como activo real líquido, solo puede ser lo que Mises denomina “dinero mercancía”. El dinero crédito y el dinero fiat son activos financieros que se utilizan como medios de cambio de un modo alternativo al dinero (son sustitutos del dinero): pero no son bienes presentes ni, por tanto, dinero en sentido estricto.
Los bienes económicos son o bienes de consumo o bienes de orden superior: no tiene sentido crear una tercera categoría ad hoc para el dinero. En este sentido, el dinero será un bien de orden superior que proporciona servicios de liquidez a sus tenedores.
Errores sobre la teoría del valor del dinero
El valor subjetivo del dinero depende de la utilidad que los agentes económicos le asignen a los servicios de liquidez que proporciona el dinero, esto es, a su conveniencia como medio de cambio indirecto frente a otros medios de cambio alternativos.
La demanda dineraria de un activo real depende de las expectativas sobre su liquidez futura. Esas expectativas podrán estar arraigadas parcialmente en su liquidez pasada, pero no es imprescindible que ello sea así. El teorema regresivo del dinero es una posibilidad histórica, pero no una necesidad lógica.
La demanda agregada de dinero es susceptible de fluctuar por cualquier evento que afecte a la demanda de liquidez de una pluralidad de agentes. No cabe presuponer que será normalmente estable.
La oferta monetaria puede afectar a algunas de las variables que a su vez determinan la demanda de dinero: por ejemplo, los ingresos reales, los tipos de interés o las expectativas. De ahí que no todo aumento de la oferta de dinero deba trasladarse a mayores precios (puede trasladarse a una mayor demanda de dinero que estabilice los precios).
Una caída del tipo de interés reduce el coste de oportunidad de atesorar dinero y, por tanto, contribuye a incrementar su demanda.
La teoría cuantitativa del dinero es irremediablemente simplificadora porque no hay ninguna necesidad ni de que la demanda de dinero sea estable, ni de que los factores que determinan la demanda y la oferta de dinero sean independientes, ni de que el tipo de interés de mercado se determine únicamente por factores no monetarios.
El dinero no solo se demanda para efectuar transacciones dentro de la estructura de precios existentes. En la medida en que el dinero tiene una demanda autónoma como proveedor de servicios de liquidez, no es necesariamente cierto que vayan a ser los tipos de cambio entre dos divisas los que se adapten a los precios respectivos de las mercancías presentes, sino que pueden ser los precios de esas mercancías presentes los que se adapten a los tipos de cambio. Por tanto, la teoría de la paridad del poder adquisitivo no tiene por qué cumplirse.
Lo que Mises llama dinero crédito y dinero fiat son activos financieros, mientras que el dinero mercancía es un activo real: ni la demanda ni la oferta de los activos reales se comportan del mismo modo que la de los activos financieros.
Errores sobre la teoría del crédito
Los medios fiduciarios son un pasivo financiero: no son un bien económico sino una promesa de entregar bienes económicos (lo que Mises denomina bienes futuros).
No existe diferencia económica entre crédito circulatorio y crédito mercancía: toda relación crediticia supone la renuncia a la disponibilidad de bienes futuros. Por tanto, tanto los medios fiduciarios como los certificados monetarios son pasivos financieros con independencia de cuál sea su origen.
No existe crédito circulatorio y la disponibilidad de los recursos siempre está perfectamente individualizada una vez se exige el cobro de las deudas vivas. Cuestión distinta es que un aumento del crédito incremente generalizadamente la demanda de bienes presentes con cargo a la oferta de bienes futuros: pero ello sucede justamente porque no hay deudas vivas que cobrar o porque los acreedores deciden no cobrarlas (de modo que la disponibilidad de recursos sigue perfectamente individualizada).
Los medios fiduciarios son pasivos bancarios y, por tanto, fondos ajenos a todos los efectos.
La utilidad que un medio fiduciario, como sustituto monetario, le proporciona a su acreedor puede ser lo suficientemente grande como para que decida mantenerlo en su cartera de inversiones aun sin recibir ningún tipo de interés a cambio.
Cualquier activo financiero empleado como medio de cambio indirecto actúa como sustituto, total o parcial, del dinero.
Cualquier activo financiero líquido puede satisfacer la demanda precaucionaria de dinero.
Todo intercambio entre dos activos financieros eleva marginalmente el tipo de interés de uno de ellos (aquél cuya oferta aumenta) y reduce marginalmente el tipo de interés del otro de ellos (aquél cuya demanda aumenta). Esto también sucede con los medios fiduciarios.
Los activos que respaldan a los medios fiduciarios (o a cualquier otro pasivo financiero) son cruciales para determinar su liquidez.
Es posible garantizar la liquidez del conjunto de medios fiduciarios si sus emisores cuentan con activos líquidos suficientes.
Los bancos son intermediarios financieros: el tipo de interés al que proporcionan financiación a sus deudores está limitado por el tipo de interés al que reciben financiación de sus acreedores. Por tanto, su oferta de pasivos bancarios está limitada por el interés que les requieran sus acreedores (el cual dependerá, a su vez, de la posición de liquidez del banco y de las preferencias intertemporales de los acreedores).
Errores sobre la teoría de los tipos de interés y del ciclo económico
El tipo de interés depende de la preferencia temporal, de la aversión al riesgo y de la preferencia por la liquidez.
Existe una pluralidad de tipos de interés de equilibrio en el mercado según el plazo y el riesgo de los distintos activos financieros. Esa pluralidad de tipos de interés de equilibrio se ve reflejada en la curva de rendimientos.
No todo crédito concedido mediante medios fiduciarios es desequilibrador: si se otorga crédito con medios fiduciarios manteniendo la liquidez de tales medios fiduciarios, no se generará desequilibrio intertemporal alguno sino un arbitraje equilibrador entre dos tipos de interés.
Los ciclos económicos sí son la consecuencia de reducir los tipos de interés de mercado por debajo de los tipos de interés de equilibrio pero no a través de la emisión de medios fiduciarios, sino del deterioro generalizado de la liquidez de los agentes económicos: concretamente, arbitrando los tipos de interés de equilibrio a corto plazo con los tipos de interés de equilibrio a largo plazo, o arbitrando los tipos de interés de equilibrio de bajo riesgo con los tipos de interés de equilibrio de alto riesgo. Es decir, son consecuencia de violar la “regla de oro” de la intermediación financiera.
Errores sobre la política bancaria
Todo banco actúa como intermediario de crédito dado que los medios fiduciarios son un pasivo financiero. Por tanto, todos los bancos han de cumplir la regla de oro de la banca.
La mejor política bancaria posible es la libertad bancaria con patrón oro porque maximizará las probabilidades de que los bancos respeten la regla de oro, limitando así cualitativamente sus emisiones de pasivos bancarios.
El coeficiente de caja 100% no es una condición ni necesaria ni suficiente para una política bancaria óptima. No es necesaria porque, si los bancos preservan su liquidez respetando la regla de oro, no requieren del coeficiente de caja del 100%; no es suficiente porque los bancos pueden deteriorar su liquidez saltándose la regla de oro aun manteniendo un coeficiente de caja del 100%. Además, el coeficiente de caja del 100%, como Mises reconocía, acarrea enormes costes económicos en términos de una pérdida de elasticidad de los sustitutos monetarios y de un alto coste de oportunidad en la producción de dinero. No obstante, un sistema económico libre sí es compatible con la existencia de empresas que ofrezcan servicios de guarda y custodia del dinero donde, por obligación contractual, se mantenga en reserva la totalidad de los fondos depositados.
En definitiva, Mises no incorpora adecuadamente en su teoría monetaria el análisis de la liquidez de los activos reales, de los activos financieros, de los agentes económicos y de las estructuras productivas. Ni estudia adecuadamente los activos reales en función de la estabilidad de su valor en el mercado; ni los activos financieros en función de su capacidad de repago; ni la intermediación financiera como una actividad que conecte la liquidez demandada por los deudores con la liquidez ofertada por los acreedores; ni los tipos de interés como un precio parcialmente determinado por la demanda de liquidez; ni el ciclo económico como un proceso generalizado de degradación de la liquidez productiva y financiera; ni la política bancaria como un conjunto de reglas prudenciales dirigidas a garantizar la liquidez de los intermediarios financieros. Una vez reputamos al dinero como un activo real proveedor de servicios de liquidez y, a su vez, también consideramos que todos los activos financieros pueden potencialmente reemplazar en algún grado al dinero como proveedores de esos mismos servicios de liquidez, entonces los horizontes de la teoría monetaria se amplían mucho más allá del simple análisis cuantitativo dirigido a estudiar cuántas unidades de dinero (y de un arbitrariamente restringido grupo de sustitutos del dinero) existen y cómo una mayor oferta monetaria mueve siempre al alza el precio de los bienes de consumo y de los bienes de capital.
La Escuela Austriaca de Economía nace en 1871 de la mano de Carl Menger. El punto de partida de esta original corriente de pensamiento es una teoría subjetiva del valor de carácter marginalista: la utilidad de un bien depende del valor que el agente económico atribuye al último fin más importante que puede ser satisfecho con las disponibilidades de ese bien, esto es, la utilidad de un bien depende del valor subjetivo de su unidad marginal. El desarrollo de una corriente de pensamiento económico basada en el subjetivismo marginalista fue un hito revolucionario porque por primera vez en la historia podíamos explicar el proceso económico de mercado como el resultado de la interacción entre los planes de acción de los agentes dentro de un determinado entorno material y tecnológico. A diferencia de lo que sucedía con la economía pre-marginalista, el marginalismo era capaz de caracterizar a la acción deliberada del ser humano como uno de los determinantes del equilibrio económico a largo plazo.
Menger no llegó a desarrollar ampliamente su propia teoría monetaria basada en el marginalismo: es verdad que reflexionó con cierta exhaustividad sobre la idea de “dinero” y que incluso acuñó el concepto central de “liquidez” como estabilidad del valor de los bienes (esto es, como una utilidad marginal constante), pero en Menger no encontramos una teoría ni del valor del dinero, ni del crédito, ni del interés, ni de los ciclos económicos. Fue Ludwig von Mises quien, partiendo del subjetivismo mengeriano, tejió una teoría monetaria completa que no solo aparentaba ser internamente coherente sino también compatible con la modelización que él mismo efectuó del resto de fenómenos económicos. De ahí que Mises suela ser considerado el gran sistematizador del pensamiento económico austriaco: también en el campo monetario.
Desde esta perspectiva, rechazar la teoría monetaria de Mises sería a todos los efectos equivalente a rechazar la teoría monetaria austriaca: incluso, en cierto sentido, sería equivalente a rechazar la misma Escuela Austriaca de Economía. Tales implicaciones se me antojan, sin embargo, precipitadas. La teoría monetaria de Mises parte de presupuestos marginalistas, sí, pero no es la única teoría monetaria que puede derivarse de tales presupuestos: en las páginas anteriores, hemos criticado los aspectos más relevantes de la teoría monetaria de Mises sin rechazar el marginalismo y, ni siquiera, la teoría del valor y las bases de la teoría monetaria de Menger. Es decir, nuestras críticas a Mises no son necesariamente críticas contra la Escuela Austriaca, sino críticas a Mises desde la Escuela Austriaca.
Es más, en cierto modo fue Mises quien no desarrolló la teoría monetaria austriaca sobre presupuestos puramente mengerianos, sino que más bien optó por fusionar la teoría del valor y del dinero de Menger con la teoría del crédito y de la banca de la Escuela Monetaria (Salerno 2012), la cual a su vez bebía del pensamiento monetario de David Ricardo y este, a su vez, del de David Hume. O expresado de otro modo, la amplia mayoría de las ideas miseanas que se critican en este libro ni siquiera son ideas que hayan sido desarrolladas como derivaciones lógicas del marginalismo austriaco, sino ideas pre-marginalistas (y pre-austriacas) que han sido encajadas —en ocasiones de un modo demasiado forzado— dentro del marginalismo austriaco. Pero, al igual que a mediados del siglo XIX, la Escuela Monetaria no era la única corriente de pensamiento monetario existente —de hecho, la Escuela Bancaria derrotó intelectualmente a la Escuela Monetaria—, las únicas ideas monetarias pre-marginalistas compatibilizables con el marginalismo austriaco no son las de la Escuela Monetaria.
En este libro hemos intentado demostrar que la teoría monetaria por la que Mises ha llevado a la Escuela Austriaca no es una buena senda. Por valiosas y estimulantes que sean muchas de sus aportaciones en el campo monetario (de manera muy significativa, su fértil teoría del ciclo económico), las bases del edificio miseano son altamente incorrectas e impiden una comprensión integral de los fenómenos monetarios, tanto de los pasados como de los presentes y, muy probablemente, de los futuros: solo distinguiendo entre la divergente naturaleza y el distinto rol de los activos reales y los activos financieros dentro de los intercambios indirectos seremos a su vez capaces de comprender cuál es la función de intermediación financiera que desarrollan los bancos y, en última instancia, cuáles pueden ser los abusos desequilibradores que estos cometan.
La Escuela Austriaca necesita abandonar la “ortodoxia monetaria miseana” y reconstruir sus ideas acerca del dinero, el crédito, la banca, los tipos de interés y los ciclos económicos a partir de los seminales presupuestos marginalistas de Menger y, también, de todas las buenas ideas que han fructificado en estos campos antes, durante y después de La teoría del dinero y de los medios fiduciarios.
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[1] Otros autores en la órbita intelectual de Mises han definido el término crédito circulatorio de modos complementarios. Fritz Machlup lo define como aquel crédito que “transfiere poder adquisitivo al deudor sin que se vea compensado por la pérdida de poder adquisitivo de ningún otro agente” (Machlup 1931 [1940], p. 224). Y George Selgin como “el crédito otorgado con independencia de cualquier abstinencia voluntaria de gastar por parte de los tenedores de saldos de tesorería” (Selgin 1988, p. 60).
[2] Para Mises, el valor de cambio objetivo del dinero no equivale al precio del dinero. La diferencia que establece el economista austriaco entre ambos conceptos no es, sin embargo, demasiado clara (p. 101), pero podríamos interpretarla así: el primero se refiere a la capacidad genérica de ser intercambiado por otros bienes y servicios en el mercado, mientras que el segundo expresa la cantidad específica de esos bienes y servicios por los que es intercambiado. En cierto modo, cabría decir que, en la determinación del precio del dinero, no solosolo influye su valor de cambio objetivo, sino también el valor subjetivo de los bienes que desean ser adquiridos. Por ejemplo, supongamos que tanto el oro como la plata son dinero y que, por tanto, ambos poseen valor de cambio objetivo: si el valor de cambio objetivo de una onza de oro es superior al de una onza de plata, una onza de oro podrá adquirir una mayor cantidad de bienes que una onza de plata por mucho que la determinación del precio de mercado de la onza de oro y de la onza de plata dependan no solosolo de su valor de cambo objetivo, sino del valor subjetivo de los bienes que desean adquirir; así, si una onza de oro puede comprar cinco televisores y una onza de plata puede adquirir un televisor (precios de mercado), diremos que eso es así porque el valor de cambio de la onza de oro es mayor que el de la onza de plata; si dentro de un mes, la producción de televisores se multiplica por diez y su precio de mercado se hunde hasta el punto de que una onza de oro se intercambia por 50 televisores y una onza de plata por 10, el valor de cambio objetivo del oro y de la plata no tiene por qué haberse alterado, pero su precio de mercado sí lo habrá hecho como consecuencia de la menor utilidad marginal de los televisores. A su vez, y a contrario sensu, si en paralelo al aumento de la productividad de los televisores viviéramos un aumento de la productividad en la extracción de oro y plata, podría darse el caso de que el precio del oro y de la plata en términos de televisores no cambiara (una onza de oro = 5 televisores; una onza de plata = 1 televisor), pese a que su valor de cambio objetivo sí lo hubiese hecho como consecuencia de su mayor oferta.
[3] Textualmente: “Si no hubiese una demanda pre-existente por nuevos medios de cambio, si no hubiese nuevo capital que deba ser redistribuido, si no se abre ningún nuevo canal al comercio, ni se produce ningún gran descubrimiento en la mecánica que deba plasmarse en inversiones rentables, la llegada desde el extranjero de un millón de libras en nuevo oro no tendrá ninguno de estos efectos. El oro se intercambiaría por un millón de billetes del Banco de Inglaterra, y esos billetes se comportarían cómo se comportan todos aquellos que llegan al mercado y no son útiles para ser empleados en nada. Los tenedores de tales billetes competirían inmediatamente por una porción de los activos financieros a la venta en los mercados, por una porción de las letras del Tesoro, de la deuda pública a perpetuidad y de los descuentos comerciales” (Fullarton 1844 [1845], pp. 78-79).
[4] Esta idea fue resucitada y popularizada por Keynes, atribuyendo esa elasticidad infinita de la demanda de dinero a la presencia de especuladores que tratarían de cubrir su riesgo de pérdidas ante posibles subidas de tipos por la vía de atesorar dinero: “se pueden dar casos en los que incluso un incremento muy grande de la cantidad de dinero ejerza una influencia comparativamente pequeña sobre el tipo de interés. Y es que un incremento grande de la cantidad de dinero puede generar tanta incertidumbre sobre el futuro que también aumente la preferencia de la liquidez por razones especulativas; y a su vez la opinión sobre el tipo de interés futuro puede ser tan unánime que un pequeño cambio en los tipos presentes genere un aumento masivo de la demanda de dinero” (Keynes 1936, p. 172). Sin embargo, la única razón por la que puede aumentar el atesoramiento de dinero a tipos de interés muy reducidos no tendría por qué ser la especulación bajista en bonos.
[5] Friedman no consideraba que la demanda de dinero fuera estable en el sentido de que fuera constante, sino en el de que los determinantes de la demanda de dinero eran un reducido número de variables cuyo grado de influencia sobre la demanda de dinero sí era constante y que además no eran susceptibles de experimentar grandes alteraciones en el corto plazo (Friedman 1956). En tal caso, las grandes fluctuaciones en la renta nominal vendrían esencialmente ocasionadas por fluctuaciones en la cantidad de dinero.
[6] Friedman, al igual que Mises, reconocía que el tipo de interés era una de las variables que integraba su función de demanda del dinero (Friedman 1956) pero, al mismo tiempo, sostenía “no haber sido capaz de encontrar una conexión clara entre los cambios en la velocidad de circulación del dinero y los tipos de interés”, de modo que rechazaba “la idea de que la cantidad de dinero atesorado sea muy sensible al tipo de interés o a algún tipo de interés” (Friedman 1959a). Posteriormente, matizó sus palabras para aclarar que, en su opinión, la elasticidad de la demanda de dinero al tipo de interés “no es muy elevada” (Friedman 1966), lo que nuevamente volvió a acercarlo a la postura más matizada de Mises.
[7] Nótese que, en este punto, Mises sigue a pies juntillas a David Ricardo, el primero que equipara la posición de un banco emisor de dinero fiat con una mina de oro: “Si en lugar de descubrir una mina en un país constituyéramos un banco como el Banco de Inglaterra —un banco con la potestad de emitir billetes que actúan como medio de circulación—, se terminarían produciendo los mismos efectos que con una mina de oro después de que ese banco incrementara notablemente sus emisiones mediante préstamos a los comerciantes y al gobierno: los medios de circulación se depreciarían y los bienes se encarecerían proporcionalmente” (Ricardo 1810, pp. 3-5).
[8] Mises define el tipo de interés natural como “aquél que se establecería por la oferta y la demanda si el capital real se prestara in natura, esto es, sin la mediación del dinero” (pp. 306-307). Nótese aquí la importancia de haber definido al dinero como un “medio de cambio” y no como un “bien de capital”, tal como glosamos en el capítulo 1. En caso de haber optado por definir dinero como bien de capital, el tipo de interés natural debería descender ante un incremento de la oferta monetaria canalizada hacia el mercado de crédito: por consiguiente, no podría establecerse diferencia alguna entre el tipo de interés natural y el tipo de interés bruto de mercado.
[9] Nótese, en este punto, cómo la opinión de Mises coincide con la de Keynes (1936, p. 155): “De todas las máximas de la ortodoxia financiera, ninguna resulta más antisocial que el fetiche por la liquidez: la idea de que las instituciones de inversión virtuosas deben concentrar parte de sus recursos en activos financieros líquidos. Esa doctrina desconoce que no existe nada parecido a la liquidez de la inversión desde el punto de vista del conjunto de la comunidad”.
[10] Bajo el patrón oro, el precio de los créditos en oro pagaderos en una plaza extranjera podía cotizar con una prima sobre el oro igual a los costes de transporte y aseguramiento. Es lo que se conocía como “el punto de exportación del oro” (a saber, cuando la prima de ese crédito sobre el oro superaba el coste de transporte y aseguramiento del oro, resultaba más barato remitir físicamente el oro que comprar con prima el crédito sobre la plaza extranjera). Este es un fenómeno conocido desde antiguo. Por ejemplo, en palabras de Richard Cantillon (1755 [2010], p. 203): “Hemos visto ya que los tipos de cambio se determinan en función del valor intrínseco de los metales precios, es decir, en función de su paridad, y que la variación de esos tipos de cambio proviene de los gastos y de los riesgos del transporte entre sitios distintos, cuando resulta necesario liquidar el saldo comercial con la entrega de metales preciosos”.
[11] Henry Thornton (1802 [1962], p. 80) definió célebremente al oro como aquel activo (monetario) que no es el pasivo de nadie más. En concreto: “El oro se diferencia del papel en que el poseedor del oro obtiene crédito por el que ningún otro hombre es deudor”. Thornton, por consiguiente, también diferenciaba el dinero (el oro) de los derechos de cobro sobre el dinero (el crédito papel), por mucho que ambos pudieran emplearse como medios de intercambio.
[12] En realidad, sí es posible separar los actos de compra y de venta dentro del trueque, pero ello solosolo se consigue introduciendo crédito: por ejemplo, el comprador de un bien no le entrega en ese mismo momento ningún otro bien a su contraparte, sino que simplemente se compromete a reintegrarle alguna otra mercancía en el futuro. Esta modalidad de trueque —a la que podemos denominar trueque aplazado o trueque diferido— depende de la confianza entre las partes y, por tanto, se enfrenta a un problema de escalabilidad: no podremos recurrir a él para efectuar intercambios entre gente desconocida o poco confiable, que es lo que típicamente sucederá en órdenes sociales muy amplios. En rigor, por tanto, el dinero permite separar los actos de comprar y de vender incluso en ausencia de confianza entre las partes (Szabo 2002).
[13] Nótese que aquel bien con una demanda altamente elástica frente a su precio es un bien que exhibe una utilidad marginal constante o cuasi constante (Fekete 2019a, pp. 152-156). Mises rechazaba la posibilidad de que el dinero poseyera una utilidad marginal constante por cuanto, a su juicio, ello equivaldría a una demanda ilimitada de dinero (Mises 1949, p. 401). Sin embargo, ello solosolo sería así si el dinero careciera de sustitutos monetarios, esto es, si la elasticidad cruzada con respecto a cualquier otro bien o activo fuera igual a cero: pero, como expondremos más adelante, todo activo financiero será susceptible de sustituir en cierto grado y para algunas funciones al dinero, de manera que si el precio de esos activos financieros se abarata lo suficiente (es decir, si sus tipos de interés aumentan lo suficiente), los agentes dejarán de demandar dinero y pasarán a demandar activos financieros (Fekete 2019b, p. 106): semejante relación se le pasó por alto a Mises dado que, como ya hemos tenido ocasión de estudiar en el capítulo 2 de la primera parte de esta obra, el austriaco rechazaba que el tipo de interés de los activos financieros desempeñara influencia alguna sobre la demanda de dinero.
[14] En palabras de George Shackle (1942): “Un activo líquido es esencialmente un activo al que estamos convencidos que todos (o una mayoría), incluyendo a uno mismo, le asignaremos el mismo valor en cada uno de los posibles momento futuros del tiempo”.
[15] El Premio Nobel de Economía John Nash (1995) distinguió entre “dinero ideal” y “dinero asintóticamente ideal”: el primero era el dinero que mantenía estable su valor y el segundo aquél que, sin conseguir la estabilidad perfecta, mantenía una mayor estabilidad a lo largo del tiempo.
[16] Como ya hemos indicado, existen dos formas de efectuar intercambios indirectos: la primera es atesorando el dinero resultante de la venta de una mercancía y desatesorándolo en aquel momento futuro en el que deseamos adquirir otra mercancía; la segunda es comprando una mercancía hoy y pagándola más adelante con el dinero cobrado por la venta futura de nuestras propias mercancías. Vender primero y comprar después o comprar primero y vender después. El primer método de efectuar intercambios indirectos puede practicarse sin necesidad de que haya deuda; el segundo no. Las deudas vivas fruto de intercambios pasados pueden saldarse o con la cancelación recíproca de otras deudas constituidas en sentido inverso (pago por compensación) o con la entrega de dinero: pero para que la cancelación recíproca de deudas sea posible, los agentes han de estar dispuestos a seguir acumulando deuda en favor de otros agentes (en concreto, el acreedor de una relación crediticia ha de estar dispuesto a endeudarse con su deudor o con el deudor de su deudor) y ello no siempre sucederá (pues el crédito depende del estado de confianza entre las partes). De ahí que quepa afirmar que el dinero, como activo real líquido, también actúa como extintor último y universal de la deuda (Fekete 2019b, 208), esto es, como el vehículo que siempre y en cualquier circunstancia permite completar todos los intercambios indirectos, tanto los que hayan empezado con la venta de una mercancía (atesoramiento y desatesoramiento de dinero) como los que hayan arrancado con la compra de una mercancía (extinción de la deuda con pago en dinero).
[17] Cabe pensar que el dinero también puede emplearse como bien de consumo: por ejemplo, quien disfrute manteniendo o exhibiendo elevados saldos de tesorería (como Tío Gilito) estará usando el dinero como bien de consumo y no como bien de producción. Ahora bien, aunque es legítimo tratar de introducir este matiz, conviene tener presente que quien, por mero placer, atesora el bien que se emplea socialmente como dinero no está utilizando ese bien como medio de cambio indirecto, esto es, no lo está empleando como dinero. De ahí que probablemente sea más riguroso incluir tales usos del bien que socialmente desempeña el papel de dinero dentro de su demanda no monetaria: así, el oro sería un bien de consumo cuando desempeñe alguno de sus usos no monetarios y, a su vez, sería bien de producción cuando actúe como dinero.
[18] He desarrollado más extensamente este argumento en mi libro “Contra la teoría monetaria moderna” (Rallo 2016).
[19] En los mercados financieros suele emplearse el término de convenience yield para referirse a la utilidad extraordinaria vinculada a poseer directamente activo en lugar de poseer un contrato o un derivado sobre ese activo. Por ejemplo, a una empresa que necesita consumir continuamente petróleo le es más útil (aunque probablemente también más costoso) poseer el petróleo dentro de sus instalaciones que el ser titular de un derecho a que ese petróleo le sea suministrado diariamente, ya que en este último caso se enfrenta al riesgo de desabastecimiento. La ventaja del dinero es la de poseer esa convenience yield (liquidez) como medio de cambio indirecto frente a otros activos reales o financieros.
[20] Thomas Schelling (1960 [1980], p. 57) definió célebremente los puntos focales del siguiente modo: “En casi todas las situaciones (…) existe alguna pista para una conducta coordinada, algún punto focal para la expectativa de cada persona de lo que el otro espere que ella espere que se haga”. Aplicado al dinero, cada persona espera que otros esperen que ella espere aceptar el dinero como medio de intercambio indirecto.
[21] En las simulaciones de laboratorio, los agentes económicos terminan seleccionando descentralizadamente algún bien económico para desarrollar la función de medio de cambio indirecto aun cuando ninguno de los bienes económicos disponibles exhiba una mayor liquidez que el resto. Pero si alguno de esos bienes sobresale por su mayor liquidez, entonces ese bien es el que tiende a ser seleccionado con preferencia sobre el resto y con mucha mayor rapidez que en el caso anterior (Klein y Selgin, 2000).
[22] Típicamente, representamos el valor de un activo como (Cochrane 2001 [2005], p. 4), donde el precio es una función de las expectativas de flujos de caja futuros y de un descuento que viene dado por la razón de utilidades entre el presente y el futuro y por la preferencia temporal.
[23] A diferencia de Mises, Milton Friedman consideraba que la proposición de la alta estabilidad del dinero que suscriben los teóricos cuantitativistas es una proposición empírica (Friedman 1956) que, por tanto, debe estar sujeta a falsación. Sin embargo, el propio Friedman optó por definir “dinero” de tal forma que incluyó un conjunto de activos que exhibían una elevada estabilidad histórica con respecto a las variables que él consideraba que formaban parte de la función de demanda de dinero (Friedman y Schwartz 1970, p. 146), por lo que ajustó la definición de tal manera que empíricamente se constatara que su demanda era estable. Pero, como es obvio, este procedimiento no demuestra que la demanda de dinero sea estable, sino que existe un conjunto de activos cuya demanda es estable con respecto a los variables que Friedman considera determinantes de la demanda de dinero: cuestión distinta es que ese conjunto de activos deba denominarse o no dinero o que esas sean las únicas variables que determinan su demanda. Y, de hecho, si no manipulamos de este modo la definición del dinero, la fluctuación de su demanda es mucho más acusada de lo que reconocía Friedman (Ericsson, Hendry y Hood, 2016).
[24] Cassel termina admitiendo, de un modo un tanto incoherente, que el tipo de cambio de equilibrio entre dos divisas puede alterarse permanentemente como consecuencia de la depreciación inicial de una de ellas. Así, tras describir la intensa depreciación del marco por debajo de su paridad de poder adquisitivo en 1921 como consecuencia de las ventas masivas de esta divisa a los especuladores internacionales, Cassel (1921, p. 43) concluye: “No ha sido posible evitar que la enorme capacidad adquisitiva que se ha colocado [a raíz de la depreciación] en manos de los extranjeros se haya trasladado, en cierta medida, al mercado interno alemán, provocando un incremento de los precios para los compradores locales. Esto significa que el poder adquisitivo interno del marco alemán se ha reducido, dado que la subida general de precios en Alemania ha sido enorme durante los últimos doce meses. Como resultado, la paridad de poder adquisitivo del marco se ha reducido proporcionalmente”. Es decir, la depreciación especulativa del marco fue la que provocó una caída permanente de su poder adquisitivo interno y, por tanto, una depreciación permanente del marco. Posteriormente, Leland Yeager (1958) defendió a la teoría de la paridad del poder adquisitivo admitiendo que, aun cuando haya interdependencias entre los precios internos y los tipos de cambio, “la influencia que va desde los precios de los bienes a los tipos de cambio es normalmente mucho más fuerte que la inversa”. Sin embargo, la razón que ofrece Yeager para defender esta hipótesis es que “el poder adquisitivo de la divisa de un país está determinado, sobre todo, por la oferta de dinero y la demanda de saldos de tesorería. En ausencia de cambios en la oferta monetaria, los tipos de cambio difícilmente podrán determinar el nivel general de precios de un país”. Pero, precisamente, puede darse una modificación en la demanda de divisa local por parte de los extranjeros que desate, primero, una modificación del tipo de cambio y, a través de él, de los precios internos de ese país. Es más, en la medida en que esa depreciación esperada del tipo de cambio desate una ulterior oleada vendedora de divisa entre los especuladores (nacionales o extranjeros), la depreciación podría autoagravarse por razones estrictamente monetarias y terminar alterando el nivel de precios interno de un país: en parte, eso es lo que sucedió con el caso del marco alemán que recoge Cassel.
[25] La denominada paridad cubierta de tipos de interés resume esencialmente esta idea. En equilibrio, el tipo de cambio spot de una divisa es igual a su tipo de cambio forward por la ratio de sus tipos de interés: . Es decir, para un mismo tipo de cambio forward, un incremento de los tipos de interés del euro depreciarán el dólar (habrá que entregar más dólares por euro), mientras que un incremento del tipo de interés del dólar apreciará al dólar (habrá que entregar menos dólares por euro). Todo ello, claro, siempre que los movimientos de los tipos de interés no reflejen alteraciones de los riesgos subyacentes de los respectivos activos financieros.
[26] La ecuación cuantitativa del dinero es simplemente una igualdad contable entre el conjunto de pagos (M*V) y el conjunto de cobros (P*Q) que tienen lugar dentro de la economía. Solo expresa que las sumas monetarias pagadas han de ser iguales a las sumas monetarias cobradas. Distinto es el caso de la teoría cuantitativa del dinero, la cual presupone un determinado comportamiento de las variables que figuran en la ecuación cuantitativa: en concreto, que V es relativamente constante y que Q está determinada por factores no monetarios, de manera que existe una relación más o menos proporcional entre M y P. Recordemos que Mises abrazaba una versión no mecanicista de la teoría cuantitativa del dinero, de modo que no resulta en absoluto violento analizar sus teorías sobre el valor del dinero desde la óptica de la ecuación cuantitativa del dinero. Por nuestra parte, ya hemos criticado la teoría cuantitativa del dinero en el capítulo 2 de esta segunda parte del libro, aun cuando consideramos que la ecuación cuantitativa del dinero resulta expositivamente útil.
[27] Mises no llegó a enfrentarse realmente a este problema, dado que, según sus propias definiciones, los medios fiduciarios jamás cotizaban con descuento frente al dinero, de modo que una unidad nominal de un medio fiduciario siempre era un sustituto nominalmente perfecto a una unidad de dinero.
[28] Por eso, históricamente los intentos monetaristas de definir objetivamente M han fracasado. En palabras de Thomas Sargent y Neil Wallace (1981): “Una de las debilidades de la visión cuantitativista es su forma de definir dinero. El dinero se define por cómo es utilizado: todo aquello que parece actuar como medio de pago es calificado como dinero. Al definir dinero de esa forma, los teóricos cuantitativistas ignoran lo que podría ser una categorización más significativa y operativa de los pasivos según por los activos que los respalden, es decir, por las características de los balances contables y de los flujos esperados de caja de aquellas personas que emiten esos pasivos. Además, la proliferación de conceptos como la M1, M2, M3, etc. muestra que la definición de “medios de pago” es difícilmente operativa […]. Podemos ilustrar esta dificultad considerando las acciones o los fondos monetarios. Todo el mundo está de acuerdo en que la función de tales fondos es convertir unos activos en otros activos, concretamente, en acciones del fondo monetario que son más fácilmente adquiribles por prestamistas y ahorradores. En algunas circunstancias, los teóricos cuantitativistas, que suelen defender la libertad en los mercados no financieros, impulsan medidas que restrinjan el ámbito de esa intermediación: si los pasivos de los fondos monetarios se acercan demasiado a la categoría de “medios de pago”, los teóricos cuantitativistas defienden esa intervención. Pero, ¿en qué momento los pasivos de los fondos se vuelven muy parecidos a los “medios de pago”? Según Friedman, los bancos estatales antes de la guerra civil estadounidense, los cuales se dedicaban a intermediar con los bonos estatales, fueron demasiado lejos en ese sentido. ¿Podemos decir que los fondos monetarios ya han ido demasiado lejos hoy? La teoría cuantitativa no nos proporciona un principio mediante el que responder a tal pregunta”.
[29] La solución podría parecer imperfecta, ya que si más de un bien económico es utilizado como dinero (por ejemplo, el oro y la plata) nos hallaríamos ante problemas análogos a los de incluir los activos financieros en M: en particular, no habría ninguna frontera objetiva para incluir un determinado activo real en M en lugar de en Q. Sin embargo, tal problema es inexistente si entendemos que la ecuación cuantitativa del dinero expresa la identidad entre cobros y pagos de aquellas transacciones cuyos precios se hallan denominados en una misma unidad de cuenta. En tal caso, los intercambios efectuados en plata (o en promesas de pago en plata) no estarán incluidos en la ecuación cuantitativa del oro. A su vez, cuando se produzcan intercambios entre oro y plata, la plata aparecerá dentro de Q en la ecuación cuantitativa del oro.
[30] El primero en demostrar esta relación fue Knut Wicksell (1898 [1936], p. 52): “Un concepto igual de importante es el del recíproco de la velocidad de circulación de dinero, a saber, el tiempo medio de descanso del dinero. El tiempo medio de descanso del dinero es el intervalo medio que transcurre entre dos compras efectuadas con la misma suma de dinero: durante ese intervalo, el dinero permanece ocioso”.
[31] Estrictamente, la creación de pasivos a la vista sí podría acarrear dos efectos sobre el valor del dinero aun cuando estos no sean gastados: el primero es que el hipotecado reduzca su demanda de dinero en sentido estricto como consecuencia de sus mayores tenencias de pasivos bancarios (sustitutos del dinero); el segundo, que la solvencia del banco se resienta y, si hubiera otros pasivos suyos en circulación, estos últimos se deprecien y se vuelvan peores sustitutos del dinero de lo que venían siendo. En el primer caso —menor demanda de dinero en sentido estricto al ser sustituida por mayor demanda de pasivos bancarios a la vista—, el valor de cambio objetivo del dinero caería; en el segundo caso —menor valor de cambio de los pasivos bancarios a la vista y, por tanto, mayor demanda de dinero en sentido estricto—, el valor de cambio objetivo del dinero aumentaría.
[32] En palabras de Say (1802 [1971], pp. 134-135), “Conviene recordar que, tan pronto como creamos un producto, desde ese mismo instante, se abre el mercado para otros productos en la medida completa de su propio valor”.
[33] Recordemos que Mises afirmaba que: “Si tales bancos concedieran sus préstamos solo bajo la condición de poder reclamar su devolución en cualquier momento, entonces el problema de la liquidez quedaría resuelto de una manera sencilla. Pero desde el punto de vista del conjunto de la comunidad, estano es una solución sino tan solo una forma de soslayar el problema de fondo. La liquidez del banco se obtendría únicamente a expensas de la liquidez de los prestatarios, los cuales tropezarían a su vez con la misma insalvable dificultad. Los deudores de los bancos no tendrían el dinero que han pedido prestado sino que lo habrán invertido en inversiones productivas de las que ciertamente no podrían retirarlo al instante. El problema, pues, no cambia: no tiene solución” (p. 334). Pero claramente Mises no está teniendo en cuenta —al igual que tampoco lo tuvo en cuenta Keynes (1936, p. 155)— que las inversiones productivas que ejecutan los deudores del banco pueden exhibir distintos grados de liquidez (las inversiones productivas con menor duración y menor riesgo serán más líquidas que aquellas con mayor duración y mayor riesgo, esto es, serán inversiones que posibilitarán el rápido reflujo de los pasivos financieros a sus emisores), de modo que sí es posible aumentar la oferta de activos financieros líquidos sin perjuicio de la liquidez del conjunto de la economía. En este punto, conviene regresar al economista austriaco Richard von Strigl, quien entendió que la iliquidez de las inversiones productivas dependían del tiempo que mediara desde el momento de la inmovilización de nuestros ahorros (en forma de bienes de consumo presentes, lo que Strigl denomina “capital libre”) hasta el momento en el que esas inversiones generan nuevos bienes de consumo con un valor equivalente al del ahorro previamente inmovilizado: “Todo proceso de producción indirecto comienza con la inversión de capital libre (…) El período de tiempo en que este capital libre se halla inmovilizado (…) dependerá de si se producen bienes de capital duraderos o bienes intermedios. En ambos casos, sin embargo, la inmovilización del capital libre es solo temporal, puesto que este se volverá a liberar nuevamente en forma de bienes de consumo (…) La cuestión de la liquidez de las inversiones de capital surge porque el capital libre invertido en bienes de capital ya no puede desarrollar sus funciones como capital libre. El período de tiempo en que se halle inmovilizado ese capital libre será muy corto cuando se utilice para emplear factores originarios de producción que fabriquen bienes de consumo. Será más largo cuando el capital libre financie factores originarios de producción que fabriquen materias primas” (Strigl 1934 [2000], pp. 28-31). Y, justamente, para medir ese período de inmovilización (de iliquidez) del ahorro contamos con una reformulación moderna del concepto de período medio de producción elaborado en su momento por Böhm-Bawerk (Cachanosky y Lewin 2014): a mayor período medio de producción, mayor iliquidez; a menor período medio de producción, mayor liquidez. Por tanto, una estructura productiva agregada con menor duración será una estructura productiva agregada más líquida.
[34] Como ya hemos explicado, Mises consideraba que un tipo de interés era “natural” si era el tipo de interés que habría sido determinado por la oferta y la demanda de capital in natura, esto es, sin la intermediación del dinero. Friedrich Hayek adoptó en Precios y Producción está misma definición de tipo de interés natural (Hayek 1931 [1967], p. 23) para referirse al tipo de interés de equilibrio y recibió una muy célebre crítica de Piero Sraffa (1932), quien le acusó de no darse cuenta de que el tipo de interés de equilibrio no necesariamente tenía por qué coincidir con el tipo de interés natural. Según Sraffa, en un mundo sin dinero, habría una pluralidad de tipos de interés naturales, puesto que cada mercancía tendría su propio tipo de interés resultado de quienes la ofrecieran en préstamo y de quienes la demandaran prestada. Pero esos tipos de interés naturales, decía Sraffa, no tendrían por qué coincidir con un mismo tipo de interés de equilibrio. El economista italiano, sin embargo, no se dio cuenta de que, incluso en una economía sin dinero, existe una tendencia a arbitrar las diferencias entre los tipos de interés in natura (Glasner and Zimmerman, 2014), conduciendo así hacia un único tipo de interés de equilibrio (por plazo y por riesgo). Semejante arbitraje entre los tipos de interés in natura operaría a través de la apreciación y depreciación esperada de cada una de las distintas mercancías (Lachmann 1956 [1978], pp. 74-78). Tan es así que el propio Keynes —a quien Sraffa pretendía defender de las críticas de Hayek— reconoció la tendencia del mercado a arbitrar los diferentes tipos de interés in natura (1936, pp. 227-228). El proceso es exactamente equivalente a la equiparación de tipos de interés de distintas divisas a través de la apreciación o depreciación de sus tipos de cambio, esto es, a la llamada paridad cubierta de tipos de interés que ya mencionamos con anterioridad. Reordenando la fórmula de la paridad cubierta de tipos de interés: , es decir, el tipo de interés en dólares (
) es igual al tipo de interés en euros (
) por la apreciación o depreciación esperada del dólar frente al euro (la relación entre su tipo Forward y su tipo Spot). Por ejemplo, si esperamos que el dólar se vaya a depreciar un 2% frente al euro en un año, el tipo de interés del dólar a un año puede ser del 5% y el tipo de interés del euro un 3%: los tipos de interés en dólares y en euros son distintos, pero se ven igualados por la depreciación esperada del dólar (o la apreciación esperada del euro). En definitiva, si bien en una economía no monetaria no todos los tipos de interés naturales son necesariamente tipos de interés de equilibrio, todos los tipos de interés de equilibrio sí se expresarán como tipos de interés naturales.
[35] Herbert Spencer (1858) se dio cuenta de este problema cuando, en medio de los debates monetarios sobre la conveniencia de establecer un coeficiente de caja del 100% en los billetes bancarios declaró: “Todos deberíamos darnos cuenta, aun sin apelar a la experiencia, de que es imposible que el Parlamento impida a la gente imprudente hacer cosas imprudentes (…) Todo lo que hace el Estado en materia crediticia, cuando se excede en su deber, es perturbar y corromper. La cantidad de crédito que cada hombre da a otros hombres se determina por causas naturales, morales y físicas (el carácter medio de las personas, sus estados de ánimo y las circunstancias). Si el gobierno impide dar crédito de una forma, los hombres encontrarán otra forma de hacerlo, probablemente peor. Pero el grado de confianza mutua basado en la prudencia o en la imprudencia se terminará imponiendo. Tratar de restringirlo mediante la ley no es más que repetir la vieja historia de ahuyentar al océano con un tenedor”.